Ah, qué tiempos aquellos. Las vacaciones de verano duraban tres meses, podías romperte en mil pedazos y reconstruirte de un salto, y con 20 duros eras todo un magnate. Pero si hay algo que recuerdo y echo de menos de mi infancia, pardiez, es el sabor de la leche. No me miren así. Lo tenía, se lo juro. Sé que no lo he soñado. Aunque suene tan lejano como aquellas tardes de pan con mantequilla y azúcar.