A Jordi Évole hay que vigilarle la oreja. Pasa demasiado desapercibida, ahí, desenfocada, en segundo plano. Esta pieza de cartílago, de tamaño más o menos estándar, le cambia el sabor a las cenas del domingo, y eso es importante para el país. La última comida del fin de semana constituye una compensación anticipada a la jodienda laboral y suele ser un plato con ínfulas, presuntuoso. Pero ahí llega ese lóbulo charnego y arruina el invento. Siempre merodea entre gente que dice algo inusual o indignante.