Salvador subió sin ninguna ayuda las gradas. Cuando estuvo arriba gritó: “¡Viva la revolución social!”. Entonces el condenado levantó la mirada y fue observando a la gente que había apostada en los balcones y galerías de las casas colindantes. Tomó fuerzas y volvió a gritar: “¡Viva la anarquía! ¡Mueran todas las religiones!”. Y empezó a cantar las primeras estrofas de un himno revolucionario. Luego, dirigiéndose a Nicomedes, el verdugo que accionaba el garrote en torno a su cuello, agregó: “No me aprietes tanto, que me haces daño”.
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