El divorcio de la intelectualidad con el poder político se produjo tras la segunda guerra mundial. Las utopías de uno y otro bando fueron acusadas del genocidio, y condenadas al destierro de los escaños parlamentarios. El poder fáctico impuso el Estado de bienestar como modelo consensuado de capitalismo encubierto: los ricos renunciarían a una parte de su dinero a cambio de que los pobres renunciaran a una parte de sus sueños. Pensar y gobernar fueron declarados verbos políticamente incompatibles, irregulares e intransitivos.
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