Robert miraba la carta con curiosidad. Weisskopf era una persona tranquila y razonable y algo importante tenía que suceder para que marcase aquella misiva como secreta. Había llegado a la universidad de Rochester en el 37, gracias a las influencias de Bohr y a su propia valía como físico. Sin embargo, en la profesión muchos eran de la opinión de que su carrera no era todo lo brillante que podría ser por sus inseguridades matemáticas.
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