Descubrí que las golondrinas tenían el nido sobre el ventanal del comedor el día que nació mi hija, hace veinticinco años. Las mañanas de primavera eran intensas. Las golondrinas iban y venían frenéticas y parecían siempre a punto de chocar contra el cristal. Al final giraban bruscamente o aterrizaban con gran habilidad en el nido. Y así cada primavera. Hasta que un día dejaron de venir. Habían asfaltado las últimas calles del pueblo, y las golondrinas se habían quedado sin charcos y sin barro para reconstruir sus nidos.
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