El estereotipo de mujer que predominaba en el siglo XIX era el de la perfecta casada, piadosa, reina de su hogar, buena madre y esposa, siempre supeditada al hombre. A ella le correspondía la esfera doméstica, mientras que el hombre se adueñaba de la pública. Los intentos por integrarla en el sistema educativo iban más encaminados a formar mujeres cristianas que a alfabetizarlas para ampliar sus horizontes; la buena educación se identificaba con la excelencia en las labores domésticas, para un mejor funcionamiento del hogar y de la familia.
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