El sabor de una comida puede transportarnos en el tiempo. A veces no sabemos lo que guardamos en la memoria, hasta que un toque de los sentidos abre la puerta de los días que creíamos olvidados. Esta semana he vuelto a probar, tras muchos años sin hacerlo, un plato de kumandá (o poroto, habas), aquel plato al quer solía invitarme en Paraguay la anciana Ña Lucila y que, pese a lo modesto que es, consideraba la mejor comida del mundo.
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