Un sábado por la mañana del otoño de 1984 aparecieron unas marionetas de nariz achatada en televisión. Eran los electroduendes, los «duendes de la electrónica», y hablaban un lenguaje que tomaba sus voces de la electricidad: «Se me erizan los baudios», «me tiemblan los émbolos». Los trajo La Bola de Cristal, un programa mítico por sus chispazos creativos y transgresores en un país que, eufórico, por fin echaba a andar por las rutas desconocidas de la libertad.
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