Darío el Grande disfrutaba sobremanera al contemplar su imperio de este modo, mientras los embajadores y diplomáticos desfilaban ante él, una delegación tras otra en estricta formación, y mostraban las bondades de tantas tierras lejanas. Debió de sonreír ante su éxito, pues era en verdad un rey poderoso, el soberano sin rival del mundo entero.
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