Cuando Gabriel García Márquez ya era el rey de la literatura en lengua española del siglo XX y podía permitirse cualquier desplante, incluso un desplante al idioma, decidió abrumar a los académicos de la Lengua de todas partes con una proposición que recorrió la espina dorsal de la razón ortográfica con una ferocidad que a él, además, le divirtió.
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