Tenía el aspecto de un hombre sin atributos, con sus gafas redondas, su temprana calvicie y su rostro severo, pese a la tímida sonrisa que a veces se adivinaba en la comisura de sus labios. Detrás de su apariencia anodina, el camarada Beria escondía a un auténtico monstruo, un tipo que ejerció de lugarteniente de Stalin con la efectividad de un reloj suizo y el sadismo de un siniestro sociópata.
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