¿Quién, en su infancia, no ha sentido alguna vez temor ante un largo pasillo, en ocasiones mal iluminado? Peor aún si el pasaje tenía esquinas, recodos, espacios para albergar el miedo. Toda una galería de amenazas se desplegaba, día tras día y, sobre todo, noche tras noche, en ese preciso ángulo de la vivienda ante el que nos deteníamos con el corazón desbocado, las piernas paralizadas y el oído atento. Seguir leyendo:
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