Para algunos el toreo es una práctica derivada de un mito religioso que todavía conserva parte de su antigua magia, y a la mínima discusión ciertos intelectuales sacan a pastar al buey Apis o se meten en el laberinto de Creta, aquella especie de coso donde el héroe Teseo le pegó unas verónicas al Minotauro como si fuera el diestro Cagancho. En cambio, otros, sin negar el fundamento e importancia del toro en las ceremonias genésicas de la mitología clásica, creen que aquel rito ha quedado reducido hoy a un espectáculo sin sentido, lleno de crueldad, de señoritismo y flamenquería, espejo de miseria social y gloria de almanaque.
La ignorancia nunca se halla muy apartada de la crueldad. Uno de los ingredientes de aquella España irracional lo constituía el culto a la muerte sin que ese rito se hubiera separado nunca de la violencia cotidiana y en la mayoría de los casos también de la miseria. Había un Dios feroz arriba que se nutría de oraciones y blasfemias; abajo se extendían las dehesas donde pastaba el toro bravo esperando ser sacrificado públicamente entre gritos en honor al genio de la raza. La bravura en los hombres y en las reses era lo más respetado.
Algunos sociólogos piensan que la sangre derramada en la corrida es muy rentable ya que sirve para neutralizar mayores atrocidades: si no se sacrificaran toros en la plaza, tal vez seguiríamos todavía sacrificando herejes en las hogueras de la Inquisición. Frente a esta deslumbrante estupidez está la evidencia de que la sangre llama a la sangre, de modo que uno empieza por degollar a un animal en medio de los clarines y el júbilo de la afición y acaba por matar a un primo hermano en una guerra civil bajo los himnos patrióticos y las trompetas.
Si insistes demasiado en esto, ya sabes a qué clase de insultos te expones: los taurinos te llamarán monja belga, para ellos serás un vegetariano que come alpiste con tenedor, un tipo sospechoso que se estremece ante la agonía de un pato y pasa por alto la muerte de un niño de África, un alma cándida a quien le gustaría instalar hilo musical en el matadero de Chicago y sustituirlo por una floristería. Otros más concienciados socialmente te dirán que denuncies primero los escándalos, los crímenes de Estado y las injusticias sociales y dejes tranquila a una afición que no hace daño a nadie. Esta dialéctica burda sólo es una parte del combate.
La cuestión consiste en saber si una sociedad que se divierte todavía con el rito de acuchillar a un animal tiene argumentos válidos para defenderse a sí misma de las injusticias y atropellos; si unos ciudadanos que contemplan impávidamente cómo se atraviesa con un rejón, se apalea con una garrota o le cortan los testículos en vivo a un novillo para conmemorar la festividad del santo patrón están moralmente preparados para enfrentarse luego a la tortura política y social.
La fiesta de los toros puede ser considerada cultura si el canibalismo también se toma por gastronomía, porque meter a un prójimo en una perola, cocerlo a fuego lento y zampárselo a continuación es una ceremonia más antigua, excitante y filosófica que cebar a una res con piensos compuestos en una factoría, encerrarla impunemente en un ruedo y degradar al público con el espectáculo de su sacrificio dentro de un manierismo de sangre.
Los castizos consideran el hecho de que un extranjero no vomite como una señal de que ha aceptado nuestra cultura y patriotismo. En efecto, es patriotismo y cultura un toro agonizando en mitad de un charco de plasma en la plaza y un misionero dentro de un cazo hirviendo en la selva. La autoridad lo permite y por desgracia en España el tiempo muy raras veces lo impide. Es lo que pasa. Que no llueve.
Con ser la fiesta de los toros un espectáculo grasiento, es mucho más casposo el que una persona honorable y no borracha, que puede ser un banquero, un ministro, un catedrático o incluso un rey, muestre entusiasmo al ver que un bello animal se va convirtiendo en pocos minutos en un embuchado sanguinolento. ¿Con qué derecho cualquiera de estos caballeros, al salir de la plaza de las Ventas, podría reprender a un niño que está apedreando a un gato?
Las imágenes multiplicarán por un millón esta carnicería y gracias a este río de plasma, planetariamente los españoles seguiremos siendo unos especímenes humanos que se divierten torturando animales y que hacen sonar las charangas para alegrar semejante degüello. La fiesta nacional tiene mucho color: el rojo de la sangre es el más auténtico. Por mucho que se enmascare con un esteticismo hortera o con un flato poético, una corrida de toros en directo o en diferido es el espectáculo basura por excelencia, aunque lo presida el rey de España y le guste a algún chino.
Se dice que los buenos aficionados no ven la sangre durante la lidia: no la ven porque están muy acostumbrados a ella, del mismo modo que no perciben el hedor del detritus quienes viven normalmente en un estercolero o se dedican a limpiar sentinas. Oiga, aquí huele a mierda. ¿Cómo dice usted? Que aquí huele a mierda. Pues yo no huelo nada. Usted no huele nada porque su nariz ya se ha hecho a la mierda. Sencillamente.
¿Abandonaría la plaza un buen aficionado si tuviera la certeza de que iba a morir el torero? En la corrida todo lo que no es muerte es tedio. ¿A qué buen taurino no le hubiera gustado estar en la plaza de Linares cuando el toro mató a Manolete? En cualquier tertulia a ese aficionado se le guardaría el mejor asiento. Sería considerado un clásico.
La diferencia entre un taurino y un antitaurino está en la mirada. El primero no ve la sangre ni la violencia: sólo ve la faena. El segundo sólo ve la sangre en primer término y se niega por principio a ir más allá porque considera que ningún tipo de belleza o de arte puede estar fundado en esa carnicería previa.
Si los escarabajos sacan pecho para seducir a su amada y en las noches de verano los alacranes bailan una esforzada danza prenupcial irguiendo la cola repleta de miel, esta ceremonia en esencia no es distinta de la que ejecutan los mozos en los encierros de San Fermín o de la violencia ritual que soportan las reses en miles de capeas en los pueblos donde los jóvenes se pavonean entre el sudor, el polvo y la sangre, bajo las miradas de las adolescentes que llenan los balcones. Este sacramento brutal de correr toros y de apalearlos o acuchillarlos después hasta la muerte haciéndose el gallo podría ser interpretado todavía como un rito sexual. Pero hoy las mujeres se han echado al ruedo y este hecho le ha quitado al rito todo su sentido.
Se dice que el espectáculo de la lidia es determinante para que la raza del toro bravo no se extinga. Pero, si bien se mira, no existe animal que esté más manipulado. En realidad se trata de un producto de factoría que se fabrica para que embista de una forma determinada con una duración aproximada de media hora. Y antes de que la lidia empiece, a ese toro que tanto adoran los ganaderos se le droga, le sierran las puntas de los cuernos, le desploman sacos sobre el espinazo hasta dejarlo baldado, lo someten a una serie de escarnios con objeto de que se luzca el torero que manda en la fiesta.
A uno le conmovió la miseria típicamente española que rodeó la muerte de aquel torero. Aunque no hay que olvidar una cosa. Lo que le pasó a Paquirri le sucede al toro todas las tardes, pero el hombre frente a la naturaleza se comporta con un corporativismo espeluznante, y, cuando el desenlace de la fiesta cae del revés, entonces monta un número de confraternidad de la especie que pone carne de gallina. Sin duda el hombre es un animal racional, si bien este elogio sólo lo dice él de sí mismo. Nadie más.
Durante este verano español, a la sombra de la bandera nacional entre moscas y humo de caliqueño, van a ser sacrificados 50.000 toros, en la plaza pública, o sea, habrá 100.000 estocadas, otros tantos descabellos, un millón de puyazos, una cantidad exorbitada de vómitos de sangre, garrotazos, degollaciones, caballos traspasados, pescuezos ensogados, linchamientos, cornadas en la barriga y otros desastres en general, y serán ofrecidos como escarmiento y norma de vida en corridas y capeas a los ciudadanos de este país.