Durante mucho tiempo - durante casi toda la historia de la Humanidad - se ha creído que lo masculino y lo femenino eran dos valores antagónicos y profundamente diferenciados. Un hombre y una mujer se encontraban tan alejados uno del otro por el hecho de su sexo, como por ninguno de los otros motivos que seccionan en grupos a los seres humanos, ya los de orden natural - la vejez y la juventud, por ejemplo - ya los puramente artificiosos - como las religiones, nacionalidades, etc. -. El concepto de la integridad del propio sexo se mantenía como un carácter inviolable de la personalidad. Toda duda, a este respecto, era una ofensa. La afirmación sexual, por el contrario, un motivo de orgullo; sobre todo, para el varón, que previamente había decidido la superioridad de su posición biológica respecto a la mujer.
Partiendo de esta creencia, los estados de sexualidad confusa se consideraban o como anomalías monstruosas si afectaban a la morfología - los hermafroditas - o como aberraciones y pecados graves, como monstruosidades del espíritu, cuando se referían a la inclinación del instinto - homosexualidad.
Pero a medida que los estudios sobre la biología sexual han ido progresando, se ha visto, cada vez con mayor claridad, que el hombre puro y la mujer pura son casos extremos que en la realidad apenas se encuentran; y que, por el contrario, los estados de confusión sexual, en una escala de infinitas gradaciones que se extienden desde el hermafroditismo escandaloso hasta aquellas formas tan atenuadas que se confunden con la normalidad misma, son tan numerosos, que apenas hay ser humano cuyo sexo no esté empañado por una duda concreta o por una sombra de duda.