Lo primero que me llama la atención de Lviv son sus paredes descascarilladas. Anoche, cuando llegué con tren desde Kiev, caminaba por la calle y me daba la sensación de que tras las ventanas negras de esos edificios viejos y centroeuropeos podía haber un vampiro al acecho. Ahora, a la luz del día, los adoquines antiguos y los edificios color crema —tan diferentes a muchas ciudades sovietizadas del resto de Ucrania— crean una mezcla de romanticismo estético y lentitud existencial. Como en todas esas ciudades europeas donde el siglo XX no se impu
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