Como si se tratase de interferencias radioeléctricas, los sonidos corporales percibidos por Rachel Pyne le resultaban ensordecedores e inevitables. Sus pasos retumbaban a través de su cabeza como truenos. Podía percibir el golpeteo de los latidos de su corazón, la digestión de su comida, e incluso el desplazamiento de sus ojos.
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