Elegir el menor de los males es algo que, todos o casi todos, hacemos cotidianamente. Si un determinado fármaco me cura una enfermedad grave a pesar de que tenga efectos secundarios desagradables es muy probable que elija el fármaco en cuestión y reciba la aprobación de todos. Pero cuando la doctrina del mal menor se convierte, dogmáticamente, en un principio incuestionable o tolerado con facilidad nos encontramos con una falacia o mala argumentación y con una desgracia.
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