El escritor Ray Bradbury dijo que no es necesario quemar libros para destruir una cultura; solo hay que lograr que la gente deje de leerlos. Esa idea –que desarrollaría con maestría en Fahrenheit 451– puede aplicarse a la relación del poder con la música desde su uso hasta la censura con un factor multiplicador: su lenguaje compite en la liga de los más universales. Por eso la música siempre ha sido un oscuro objeto de deseo para el control político a lo largo de la historia.
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