El más célebre defensor de la idea de la evolución biológica a través de la selección natural tenía buena boca. Un naturalista de su talla debía estudiar a fondo las especies, así que no se podía conformar con observar, tocar, escuchar y oler los animales que se encontraba, también tenía la obligación de catarlos. O simplemente le gustaba comer, vaya usted a saber. El caso es que Darwin se merendaba todo lo que se movía. Ya en su juventud perteneció al Gourmet Club de Cambridge, una sociedad gastronómica conocida como "El club de los glotones".
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