Hace muchos años, en una pensión de Mostar, un tipo me contó un chiste que andaba circulando entonces por los Balcanes. "¿En qué se parece Serbia a los teléfonos Nokia? En que cada vez los hacen más pequeños". La gracia, al margen de su cariz malicioso, contenía todo un tratado de ciencias políticas y resumía en dos líneas una intuición general. Que los serbios habían perdido a plazos aquella guerra interminable de ciudades sitiadas y limpiezas étnicas.
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