Podemos afirmar que todos los regímenes políticos necesitan de un elemento monárquico. Y no sólo eso, también de un elemento dinástico, de un carisma heredado que les proporcione la ansiada continuidad. Puede ser genético, una sucesión de padres a hijos, o simbólico, una transmisión de la baraka del Gran Hombre a su continuador. Ese antepasado mítico, ese tótem estatal, nos resulta muy familiar cuando contemplamos su omnipresencia en repúblicas actuales, como pasa en Turquía con Mustafá Kemal o en Venezuela con Bolívar.