Este niño había pasado dos años lejos de su patria europea, en un sitio donde, para enseñarle a contar, practicaban con los azotes que le daban en la espalda a una víctima de tortura y donde el programa escolar incluía ser testigo de decapitaciones públicas. El único objetivo era transformarlo en un futuro yihadista o “cachorro del califato”. Los años que pasó en la sede del Estado Islámico en Al Raqa, Siria, lo dejaron marcado como un niño embrutecido, radicalizado y terriblemente confundido.
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