En un lugar de La Mancha, Piedrabuena, de cuyo nombre nunca quiso olvidarse, ni aun cuando amasaba fama y fortuna, no ha mucho tiempo que vivía un ingeniero de los de pluma en ristre para garabatear cálculos, voluntad de acero, ingenio efervescente y un pulso de self-made man al más puro estilo de Thomas Alva Edison o Frederick Collins, contemporáneos suyos, por cierto, y con cuyas biografías de un modo u otro entretejió la propia durante sus aventuras en Nueva York.
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