De un ministro del Interior bendecido por Dios y que, de tanto ejercicio espiritual que se metía entre pecho y espalda, pasaba por ser un atleta de la oración hubiera cabido esperar una trayectoria intachable. Por si la meditación y el cilicio no eran suficientes, Jorge Fernández Díaz contaba con la inestimable colaboración de su propio ángel de la guarda, Marcelo, un custodio a tiempo completo que, además de aparcarle el coche, debía de ayudarle a sortear las tentaciones mundanas porque es sabido que la carne es débil y blanda...
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