Hace ahora nueve meses, el papa Francisco lo llamaba a su habitación de la Casa Santa Marta. Era 24 de septiembre. De allí, el cardenal Angelo Becciu salía apesadumbrado: Bergoglio le había exigido su renuncia como prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos y, sobre todo, le había retirado todos los privilegios de un cardenal: no podría participar en un cónclave, ni ejercer como tal. Una decisión dura, la más grave referente a un purpurado en el último siglo, junto a la expulsión del sacerdocio del pederasta McCarrick
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