Que un príncipe negro –y futuro rey– de un desolado país africano, y su mujer, blanca y empleada sin rango alguno, desaten al mismo tiempo un terremoto en la híper racista Sudáfrica y en el gobierno de la Corona Británica parece, de antemano, imposible. Como mucho, el borrador de un cuento o de un guión de cine. Sin embargo, sucedió. En este mundo y en siglo XX.
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