Hace 21 días | Por glups a elpais.com
Publicado hace 21 días por glups a elpais.com

“Soy autista, y claro que no lo parezco”, leo en un muro, en la sala de espera de la consulta a la que llevo a mis dos hijos, de 15 y 10 años, diagnosticados con trastorno del espectro autista (TEA). Él tiene un asperger de altas capacidades con TDH. Ninguno de los dos entiende bien cómo funciona el mundo. Lo primero que hizo mi hijo cuando cambió de colegio fue informar a sus compañeros de que era un niño con asperger. Les dejó claro que no le gustaba el ruido, que no entendía las bromas y que siempre que decía algo, lo decía en serio...

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nanoche

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glups

#1
Lo desconocido está ahí para que lo conquistemos, no para que lo temamos, dice Dakota Fanning en un momento dado de Larga vida y prosperidad (Ben Lewin, 2017). No lo dice en realidad ella, sino que es una línea del guion que su personaje ha escrito para participar en un concurso de Paramount Pictures relacionado con Star Trek. En Larga vida y prosperidad, Dakota Fanning es Wendy, una chica con autismo que vive en un centro para jóvenes como ella —lejos de su hermana, que se ve incapaz de cuidarla— y que, convencida de que puede ganar el concurso, ha escrito un guion hermosísimo, profundo, solipsista, monumental —tiene 450 páginas— en el que Spock y el capitán Kirk están solos en un planeta moribundo, y el primero se atreve, por fin, a sostenerle la mirada al segundo.

Y lo hace porque, en ese mundo, en el mundo que dibuja el guion de Wendy, Spock, y ella —porque ella es Spock ahí dentro—, han aprendido a liberar sus sentimientos. A ser como el resto, siendo ellos mismos. Hay en la película de Lewin un elemento valioso, y no es únicamente esa línea de guion —ese lo desconocido está ahí para que lo conquistemos, no para que lo temamos—, sino la forma en que evidencia de qué manera el esfuerzo —por entender el mundo en el que vive— proviene siempre de un único lugar: Wendy. Y todo lo horrible que le ocurre en ese viaje en autobús sola a Los Ángeles —el robo, la crueldad en los mostradores, en el propio autobús, la desconsideración en el hospital— le ocurre porque nadie está siquiera planteándose que Wendy podría no ser como ellos.

“Soy autista, y claro que no lo parezco”, leo en un muro, siempre cambiante, en la sala de espera de la consulta a la que llevo a mis dos hijos, de 15 y 10 años, diagnosticados ambos hace cinco con trastorno del espectro autista (TEA). Él tiene un asperger de altas capacidades con TDH. Ella, que aprendió a hablar a los seis, y aún hoy puede tardar una importante colección de minutos en completar una frase, tiene una discapacidad del 33%. Ninguno de los dos entiende bien cómo funciona el mundo. Pero, ¿saben qué? Yo tampoco lo he entendido nunca. Porque, ¿saben una cosa de la que nunca se habla cuando se habla de autismo? El autismo es hereditario y, sí, las madres y los padres de la sala de espera lo saben, pero no siempre lo admiten. A veces ni siquiera lo aceptan. Y he aquí, para mí, una de las razones por las que el estigma —oh, qué palabra tan horrible— se perpetúa.

Vuelvo a Wendy, y a la manera en que no recibe un solo gesto de empatía por parte de aquellos que supuestamente nacen con ella, esto es, los neurotípicos, y me digo que si pudiese verse de alguna forma lo que Wendy está sintiendo —lo que siente mi hija cuando saluda a sus compañeras y nadie le devuelve el saludo, o cuando una supuesta amiga le pide que cierre los ojos en el tobogán y lo baje de pie—, nadie se atrevería a tratarla así. ¿Y saben cómo podría verse? Si, por una vez, el otro lado, el lado supuestamente empático, hiciese un esfuerzo por entender que tal vez esa persona que te ha preguntado tres veces por su asiento puede estar necesitándote. Que tal vez hay otro tipo de ser humano, profundamente humano, que jamás va a hacerte daño porque no sabe cómo hacerlo. Pero tú sí puedes hacérselo a él. Y no es divertido.

Leo en un titular, en este mismo periódico, que el Ministerio de Derechos Sociales ha presentado un plan que contará con 40 millones de euros “para desterrar la discriminación hacia el colectivo”. Y también que el desempleo y el acoso escolar son “las luchas pendientes de las personas con autismo”. El acoso escolar fue la razón por la que descubrimos el autismo de nuestro hijo, que solo supo que estaba siendo acosado después de que los Mossos d’Esquadra se pasasen por el colegio para explicar en qué consistía y ¿saben? el resto de sus compañeros sí sabían que estaba siendo acosado; lo sabían todos menos él. ¿Y saben quién podría solucionar una cosa y la otra? ¿Saben quién las provoca? Como diría Raymond Carver, “todos nosotros”.

Empecemos a nombrar y a aceptar. Empecemos a normalizar que no todos somos iguales. Ampliemos la idea de realidad para incluir a aquellos que no saben cómo funciona esa realidad que, en el fondo, hemos inventado. Porque la realidad es ampliable, y no debería ser única. Aprovechemos también esa diversidad. La neurodiversidad. Porque es nuestra. Como todas las demás. No hay que encerrarla en un colectivo. Lo primero que hizo mi hijo cuando cambió de colegio fue informar a sus compañeros de que era un niño con asperger. Les dejó claro que no le gustaba el ruido, que no entendía las bromas y que siempre que decía algo, lo decía en serio. Que no sabía mentir. Que no le gustaban las mentiras. Que a veces no sabía lo que pasaba, y que podía hablar sin parar sobre algo que podía interesarle únicamente a él.

¿Y saben qué? Le fue bien. Cuando alguien hacía una broma, y él no la entendía, alguien se la explicaba. Había quien le recordaba todo lo que podía haberse olvidado de apuntar en la agenda. Y empezó a levantar la mano en clase para hablar de eso que le obsesiona: los planetas, el espacio, los agujeros negros, como decía de niño, “todo lo que ya estaba aquí cuando llegó el ser humano”. Fue ganando tal confianza en sí mismo que, durante una excursión, se atrevió a plantarle cara a la chica más popular de la clase y a decirle todo lo que no le gustaba de la manera en que se comportaba con él. “Fue un momento mágico”, nos dijo su tutor. “Ella le pidió perdón, y le dijo que no se había dado cuenta de hasta qué punto le estaba haciendo daño”, nos dijo. “Yo me lo tomo todo en serio”, nos dijo que le había dicho él, y también que ella lo sabía, “y tú lo sabías, o deberías saberlo”.

Lo desconocido está ahí para que lo conquistemos, no para que lo temamos, me digo, y también que la conquista pasa, en este caso, por crear un mundo en el que nadie quede fuera, en el que toda diferencia —también la neurológica, la base de todo lo que somos— se contemple como una posibilidad, una distinta, una nueva, que ha estado aquí desde el principio y que merece ser incluida en esa realidad que puede y debe ser múltiple, que lo ha sido siempre. La conquista pasa, me añado, por el conocimiento, por el destierro definitivo del estigma. El estigma, déjenme decirles, se ha construido a conciencia, y de una forma descuidadamente cruel. El autista es el raro. Y qué fácil es llamar raro a alguien y apartarse de su camino. Lo difícil, lo humano, es quedarse porque sabes que no es raro sino diferente, y que no ha elegido serlo, como no se elige el color de la piel.

“Un mismo espectro, infinitos matices” era este año el lema de la campaña por el Día Mundial del Autismo. Y es un lema excelente. Habría que llevarlo a cada rincón del país. Al bar de la esquina. A todas las clases de los institutos del mundo. A aquel vagón de tren donde me encontré con una chica que, me dije, podría ser mi hija durante su primer viaje lejos, sola. Nada exteriormente te decía que estaba perdida y asustada. Pero lo estaba. Miraba todo el tiempo una libreta con instrucciones y su billete. Sabía que no iba a pedir ayuda, así que le pregunté el número de su asiento y la llevé hasta él. Le mostré el baño de camino y le dije cuánto duraba el trayecto y por qué lado debía bajar. La vi sentarse aliviada. Y volví a mi sitio pensando en que ojalá mi hija, en el futuro, se encontrase con alguien que la viese así.

Potopo

#1 muro de pago

nanoche

#3 Puso en comentarios el texto de la noticia.