Trabajos forzados

El sol caía impasible, con la crueldad del hierro que imprime su anagrama sobre el lomo de una res. Desde poco después de amanecer, un fuego sordo y blanco como el luto de Hiroshima se había hecho dueño absoluto del cielo, disolviendo primero cualquier conato de nube para volatilizar después hasta la última gota de humedad del áspero pellejo de la tierra; una tierra delgada, frágil, a duras penas suficiente para cubrir la roca: tierra extendida como un mísero pedazo de mantequilla sobre un mendrugo de pan centenario.

El aire, recalentado, sostenía en vilo el polvo que levantaba los contantes golpes de pico sobre la roca, impidiéndole volver al suelo hasta que lograba adherirse en el rostro y las ropas del condenado.

Sergio jadeaba a causa del esfuerzo, pero no podía detenerse. Llevaba así seis horas y le quedaban aún cuatro más antes de poder regresar a los nudos y asperezas de su cena y su camastro. A veces paraba unos segundos, no más de los justos, para secar el sudor que amenazaba salvar el dique de las cejas para herir los ojos con su aguijón salado.

Tenía las manos destrozadas, cubiertas de ampollas y viejas heridas a medio curar, pero sólo muy de tiempo en tiempo se acomodaba las vendas con que trataba de protegerse las llagas más maltratadas. Sé detenía únicamente cinco minutos cada media hora, a punto de derrumbarse, pero cuando concluía el tiempo de su descanso volvía ponerse en pie para seguir con su tarea.

La roca cedía muy lentamente a los golpes de su pico, más haciéndole una pequeña concesión para que no desmayara que por verdadero triunfo de su esfuerzo.

Sergio llevaba un mes picando y no había conseguido avanzar más que una docena de metros en la enorme mole de piedra que debía desmenuzar. Pero el esfuerzo físico, el trabajo hasta la extenuación, no lograban anular totalmente el pensamiento: una y otra vez volvían a su mente las imágenes de la muerte de Ana, su esposa. Él la había matado.

A veces, incluso en medio de aquel infierno, recordaba también los buenos tiempos, cuando se conocieron. Fueron años inocentes, o al menos merecedores de una absolución por falta de pruebas.

Ella era una chica desgarbada que servía copas en un garito de moda cuando él decidió salir del cascarón académico para tratar de averiguar a qué olía el mundo. Un día, por sorpresa, le asaltó la idea de que los hombres se diferencian de las máquinas en que tienen también una existencia fuera del trabajo que desempeñan y decidió ser solamente uno de los mejores abogados del país en vez de Sergio el Insuperable, futuro Fiscal General, Martillo de Delincuentes y Anatema de Abogados defensores.

Le faltaba sólo un año para finalizar la carrera y sus calificaciones destacaban tanto que nadie podía imaginar un obstáculo capaz de detener su marcha triunfal. Inmune a los vicios, suscitaba todas las admiraciones, aunque muy pocas envidias.

Sin embargo, aquella chica escuálida y feúcha le cautivó de tal modo que, sólo por verla, se unió a un grupo de compañeros suyos, juerguistas por vocación, para los que el estudio no era más que un brillante pretexto para la diversión.

Sus notas descendieron hasta lo que él consideraba míseros notables, pero le pareció que había merecido la pena cuando, contra todo pronóstico, ella le sonrió y le dijo que sí, que le gustaría darse una vuelta con él después de salir del trabajo.

Cuando evocaba esa clase de recuerdos la piedra parecía volverse un poco más blanda, y su pico lograba desprender pedazos de roca ligeramente mayores.

Incluso el sol calentaba menos cuando pensaba en los primeros meses después de su boda, cuando él ya había acabado sus estudios y conseguido, a la primera, una plaza de fiscal. Le destinaron a una pequeña ciudad del Norte y Ana se despidió del dueño del garito, que a partir de ese momento comenzó a perder clientela a pesar de que las camareras eran cada vez más guapas y exuberantes. La chica tenía algo, en la expresión, en la mirada, en la leve negligencia de sus movimientos, y no sólo Sergio lo apreciaba.

En aquella época comían cualquier cosa, tenían la casa como una pocilga y hacían el amor con la furia incontenible de los prisioneros que han recobrado su libertad sin un ápice de arrepentimiento por los delitos cometidos.

Los fines de semana los pasaban en la costa, cogiendo lapas para improvisar una sopa o, simplemente, contemplado las olas los días que el mar no estaba de humor para bañistas.

Al anochecer volvían a casa y escribían cartas, montones de cartas para amigos que hacía años que no veían, o para otros que no habían visto nunca, porque a Ana le gustaba intercambiar postales con gentes de países remotos, participando un poco de su exótica lejanía. A veces, para burlarse de los demás y de ellos mismos, intercambiaban sus papeles y ella escribía a los amigos de él, y viceversa, provocando malentendidos que nunca se molestaban en aclarar.

«Lo malo es que aquellos tiempos no duraron mucho», pensó Sergio, secándose una vez más el sudor con el antebrazo.

La brillantez de que hizo gala en el desempeño de su trabajo, y también un par de golpes de suerte, le hicieron ganar méritos rápidamente y fue trasladado a una bulliciosa ciudad del interior. Allí su vida, sus vidas, debían cambiar: aquella era su oportunidad para acceder a un puesto importante y Sergio no estaba dispuesto a desaprovecharla. Había empezado a tratarse con ciertos personajes políticos y existía la posibilidad de que se acordasen de él para un importante puesto en el Ministerio, o incluso más arriba. A pesar de su juventud, podían nombrarlo incluso fiscal de sala de la Audiencia Nacional, un puesto con el que soñaba desde antes de comenzar la carrera.

Todo eso dependía, por supuesto, de su habilidad en el trato social y de su conocimiento de los laberintos políticos. Para no perder la ocasión y estar a la altura de las circunstancias debían recibir la visita de un montón de gente y la casa tenía que estar presentable: se gastaron una fortuna en mobiliario nuevo y empezaron a ser esclavos de su imagen. 

Las salidas de fin de semana fueron abolidas por necesidades del guión: eran los días perfectos para las relaciones sociales, para las visitas y para participar en determinados eventos culturales en los que lo que importaba verdaderamente era lo que se comentaba en los entreactos, o en la tertulia informal de la salida.

Ana no tardó en decirle a su esposo que no le gustaba vivir de aquel modo, que quería volver a disfrutar de las cosas que realmente les hacían felices. Pero Sergio no quiso saber nada de las quejas y la acusó de querer echar a perder su carrera, pretendiendo que todo el mundo fuera tan inconsciente como ella. Ana se dio cuenta de que era inútil seguir con la conversación y prefirió guardar silencio, abrumada por el peso de su descubrimiento: lo único que le hacía verdaderamente feliz a él era seguir ascendiendo por el empinado muro del escalafón judicial.

«Luego vino lo peor», pensó Sergio, regodeándose en el dolor que acababa de producirle una esquirla de piedra que le había golpeado la frente.

Cuando el médico le dijo que no podía quedarse embarazada porque sus ovarios estaban ridículamente subdesarrollados, Ana se terminó de hundir. Durante algún tiempo trató de aferrarse a su marido, pero él estaba demasiado ocupado redactando interrogatorios y conversando con amigos a los que ella debía sonreír. En lugar de recibir consuelo debía ofrecer buena cara, y eso fue demasiado para ella. Sergio intentó ayudarla, pero de su boca no salieron más que las torpes palabras de lo funerales de compromiso.

Al fin y al cabo él también se quedaría sin hijos, pero los hijos tienen la molesta costumbre de exigir tiempo y esfuerzo, y Sergio tenía todo su esfuerzo comprometido en otra causa. Ella pensó que, aunque dijera lo contrario, Sergio se alegraba en el fondo de librarse de aquella carga y se sintió aún más infeliz. Las desgracias compartidas son siempre más tolerables que las desgracias a solas; es una idea miserable, sí, pero así somos y no vale la pena edulcorarlo con mentiras piadosas.

El sol acababa de escapar de una nube suicida que había logrado aprisionarlo unos instantes y golpeaba con renovada fuerza, tratando de recuperar el tiempo perdido en su determinación de abrasarlo todo.

Sergio sudaba a chorros, pero seguía golpeando la piedra con rabia, hiriéndose las manos con el mango de la herramienta, pero todo dolor le parecía poco y seguía picando con todas sus fuerzas hasta que se quedaba sin respiración o caía de bruces sobre la roca.

La noticia de su esterilidad sumergió a Ana en una laguna de tristeza de la que no pudo sacarla el consuelo ni la compañía de las esposas de los amigos de Sergio. Ellas se esforzaron en hacerla sentirse mejor, pero Ana no pertenecía al mundo de aquellas mujeres y se negaba tozudamente a integrarse en con él: ella era una camarera de barrio y ansiaba recuperar su mundo de diversiones poco sofisticadas, copas con poco limón y risas sin la mano delante de la boca.

Intentó hablar de nuevo con Sergio pero él había cambiado de registro. Ella le dijo que no era feliz a su lado, que estaba harta de aparentar ante sus amistades, harta de pasarse la vida haciendo cosas que consideraba estupideces, que odiaba que controlaran su forma de hablar y de vestir. Dijo muchas cosas que él sabía que eran ciertas, y Sergio se limitó a preguntarle si quería el divorcio.

Ana soltó un gemido, se dio la vuelta y se encerró en el dormitorio dando un portazo. Para llorar, supuso él.

Al poco tiempo salió de casa dando otro portazo, y al regresar se abrazó al cuello de su marido, que no se había movido del salón.

—No, no quiero el divorcio— le susurró.

—Pues entonces no te comportes como una chiquilla o no tardaré en quererlo yo— respondió Sergio, aún dolido por el eco de las palabras que había escuchado hacía unos momentos.

Ella sonrió y dijo que iba a darse un baño.

Cuando pasó una hora Sergio se extrañó de que tardara tanto. Llamó a la puerta varias veces pero no respondió nadie.

Sergio tuvo que pedir ayuda a un vecino para derribar la puerta y encontrarse a Ana sumergida en un repugnante líquido rojo.

Se había cortado las venas. Antes de hacerlo, informó al juez de su intención en una lacónica nota: la que fue a echar al correo en su ultima salida.

No hubo preguntas. No hubo problema. 

Pero aunque sus amigos trataron de convencerlo de lo contrario, Sergio se procesó a sí mismo y se encontró culpable: compró una finca en las montañas y se condenó a doce años de trabajos forzados.

Nadie pudo impedírselo: cada cual, en sus tierras, tiene derecho a picar toda la piedra que quiera.