Sujétame el cubata (3)

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Creo que no se va a entender una mierda como siga contando las cosas así. Tampoco sé cómo coño contar cosas para que se entiendan, no tengo estudios de esas cosas, bueno, ni de casi nada. Ni falta que me hace. Estoy grabando esto por si las cosas se ponen feas cuando el cáncer me coma desde dentro. ¿Por qué se pueden torcer las cosas? Porque la semana pasada me di cuenta de que me estaban siguiendo y como ni me había enterado debían ser buenos en lo suyo, y que me sigan y no me entere, me mosquea. Y con el cabreo me acordé de aquel tango que tenía mi madre en aquel disco rayado de Fundador: “...Como juega el gato maula con el mísero ratón…¨ Profesionales, eso seguro.

Bueno, sigo... Aquel año, el año de las piscinas, fue jodido. Ana había aparecido de la nada y con Enrique, ni más ni menos. No podía habérmela encontrado por la calle pidiendo limosna, o en una güisquería mugrienta detrás de la barra con dos metros de pestañas postizas, no... tenía que ser así. Me jodió y me entró un ataque de celos de mil pares. Me calmé pensando que menuda pieza había cazado, lo malo es que él las coleccionaba. Supongo que lo sabía, no se puede ser tonta con ese cuerpazo. No he conocido a ninguna que fuera tonta y tuviera un cuerpo de infarto. Ninguna. De lo que estoy casi seguro es de que ella no se podía imaginar que a Enrique le gustaba usarlas, no tenerlas, usarlas.

En el club, el perfume de Ana aun seguía en el aire, los ricachones parloteaban entre palos de golf y bebidas estúpidas. Y pensando en Ana, llamé a Inés. Desde el mismo club, con dos cojones. Un clavo saca a otro clavo, creía en su momento, mucho después aprendí que hay clavos que piden a gritos una lluvia de martillos .

Nunca sabré por qué, pero Inés y yo quedamos en una cafetería cerca de su despacho al día siguiente. Y digo que nunca lo sabré porque ni yo lo pregunté ni ella me lo contó. Pensé que me mandaría al infierno o más lejos, pero no. Qué raras son, coño. Recuerdo la charla de ese día, otra de esas cosas raras que ni en diez vidas podría entender. La había mandado a la mierda, ella me había buscado para volver conmigo, no lo había conseguido y durante los seis meses de ruptura pasé de ella. La llamo y quedamos a tomar café. Acojonante.

Inés también había cambiado un poco su aspecto. Un poco. No llevaba traje gris con falda por debajo de las rodillas. No me acuerdo lo que llevaba, hace tanto tiempo, pero sé que no era su uniforme de empresaria recta y honrada. Me dijo que sabía lo mío con Ana y que lo entendía. Toma ya. Me contó que me había seguido varios días hasta la pensión de mala muerte. Joder. Y me soltó, así, a bocajarro algo como: “Si quieres que sea como ella, te va a tocar enseñarme”. Me quedé mudo. Me gustó. Creo que le dije que no creía que pudiera aprender ciertas cosas una mujer como ella. Me respondió que tenía fama de aprender rápido. Toma ya. A lo mejor los dos habíamos tenido suerte de que no la matara.

Como soy un cabronazo profesional, le dije que comenzaríamos las clases lo antes posible y que el debút social sería en la fiesta de Navidad que organizaba Enrique todos los años. Le conté que ahora Ana estaba liada con mi socio Enrique. Me apunté el tanto de ser su socio, aunque yo sabía que no era así. Ella ni se inmutó. Le dije, esperando que me diera una hostia de las suyas, que la había llamado por puro despecho al ver aparecer a mi secretaria sin título con otro. Se terminó el café, me escupió en la cara y se fue. No parecía la misma, debí notar las señales, pero no las vi.

No voy a entrar en detalles de cómo fueron las clases con “Inés delalmamía”, pero creo que a partir de entonces el Cielo podría esperar porque no iría allí seguro. Aunque claro, esta gente se confiesa, se rezan cuatro avemarías y aquí no ha pasado nada. Ya me gustaría ser creyente y más ahora que el puto cáncer se está peleando con los cartones de tabaco que le meto a los pulmones. De algo hay que morir.

Lo curioso es que aparentaba seguir siendo esa mujer decente que había sido mi novia. No sabía cómo encajaba eso de querer salvarme de las injusticias que había vivido. Puede que fuera eso de que nuestro amor era lo más importante de su vida.

Llegó la Navidad de aquel año y la fiesta de Enrique en su caserón. A Inés ya le había explicado al detalle qué tipo de ropa tenía que llevar al evento. Y le había dado tiempo para que comprara lo que no tuviera en su armario. Todo, claro. No se quejó, como venía haciendo desde que comenzamos las clases. Ni una queja. Mientras, había usado algunos de sus contactos legales para hacer un par de chanchullos de los míos y que me habían dado algo de pasta. No mucha, estos legalistas son un coñazo y además correosos. Menuda secta. Tantas leyes de los cojones, así no se pueden hacer negocios.

Con el mejor traje de chaqueta que me acababa de comprar y una corbata plateada, por joder, pasé a recogerla. Fuimos en su coche, claro. Impresionar siempre funciona. No íbamos a ir con mi cacharro de mierda. No penséis que tengo tanta memoria, es que tengo fotos del evento. Bueno, algunos de los gerifaltes invitados ponían mala cara cuando alguien se acercaba con una cámara, como cuando un perro de presa chorreando babas por la boca te va a comer vivo. Así que de esos no hay nada. Lógico.

Inés llevaba un traje de cóctel ajustadísimo de color verde, escote delantero potente y lo de atrás no era un escote porque le llegaba hasta el culo. Taconazos de aguja de color verde, bolso a juego y maquillaje de muñeca de porcelana. Un bombón elegante.  

Llegamos a casa de Ernesto y entramos en los jardines, desde uno de ellos se veía el gran salón a través de unas ventanas de cristal tan grandes como los del club de golf. Aparcamos cerca un gran abeto decorado con luces navideñas. Mucha pasta invertida en decoración. Un tipo con uniforme nos recogió el coche y se lo llevó. Dentro, en el salón inmenso que se veía desde el jardín, un grupo tocaba música de no molestar, con menos sangre que un jamón seco. Las mujeres de la fiesta, despampanantes. Ellos, traje negro. Champán, francés, claro. No me atreví a pedir un copazo, lo mismo me traían un coñac tan caro que ni sabría a lo que tiene que saber.

Enrique tenía claro que invertir en cargos públicos era la mejor manera de comprar corrupción y protección. Un día me explicó que era mucho mejor comprar políticos que comprar a la policía. Aunque también compraba los uniformados que podía, y más en aquellos años, hoy es algo más complicado. Vamos, más caro. Pero contaba que con los políticos era muy fácil. Sobre todo con los de moral monetaria. A otros simplemente los chantajeaba con publicar fotos comprometidas, muy comprometidas. Hacía más chantajes que pagos en efectivo.   

Aquella fiesta de Navidad fue mi presentación en sociedad con el grupo de barandas mandamases. Había potentados de la droga que nadie conocía, siempre escondidos, en las sombras, pasando desapercibidos pero con muchísimo más poder que Enrique. Del tipo de gente que quien intenta, sólo intenta, enfrentarse a ellos suele tener un futuro muy breve incluyendo un doloroso final. Habían sobrevivido a todo. Uno de estos que me presentó se encargaba de los casinos del país extraoficialmente. Ni idea de cómo se podría hacer algo así. Había también una mujer de unos ochenta años, arrugada como una pasa que era experta en viajes a Suiza. Sus porcentajes de beneficio eran iguales a su garantía de seguridad. Daba miedo aquella señora. Miedo del de verdad. Luego había por allí pululando otros que se veía a la legua que eran de seguridad personal, matones como armarios y cara de haber roto muchos platos en su vida.

Una de las cosas que recuerdo que me sorprendió, es que, estos tiparracos tan poco refinados, tan básicos, ni tenían estudios, ni hablaban idiomas... Bueno, había uno que se había educado en Londres, en una de esas universidades caras y se notaba, claro. Pero la gran mayoría eran unos zotes como yo o más. En esa fiesta también descubrí que mi admirado Enrique sólo era una pieza más de un gigantesco engranaje que él no controlaba. Lo respetaban, sí, pero sabían que lo podían eliminar y reemplazarlo sin pestañear cuando quisieran o cuando alguien se despertara con el pie cambiado. Enrique también lo sabía, claro.

Y allí estaba con Ana, bueno, estaba con Inés, pero yo sé lo que me digo. Ana, una mujer que ya no parecía despampanantemente pobretona, simplemente era un prodigio de la naturaleza animal. Y además, por si cabía alguna duda, iba de rojo. Un vestido con corte lateral de seda o de cualquiera de esas telas carísimas que le sentaban como un guante. Un collar de perlas que molestaba para mirarle el pecho y su nuevo pelo rubio platino. Zapatos rojos y brillantes de marca italiana. También tengo fotos de ella, claro.

Nos acercamos a saludar a la pareja del año. Los cuatro fingiendo. Al menos Enrique sabía que Inés había sido mi novia antes y que volvíamos a estar juntos. El resto de combinaciones de mentiras y silencios era complicado. A punto estuve de reirme en más de una ocasión viendo tanta actuación y tan bien interpretada. Después de mucho fingir ante Enrique que Ana y yo no nos conocíamos, siempre con la experta ayuda e inteligencia de Inés, claro, que intervenía habilmente cuando entraba en alguna curva peligrosa o me iba a deslizar por alguna pendiente peligrosa en la charla. En algún momento mi novia fue a por bebidas, acompañada por Enrique.

La mujer de rojo se acercó unos centímetros, discretamente, con un movimiento totalmente inocente y en voz baja, inexpresiva, me dijo que la ayudara, que quería liberarse de Enrique para siempre. Definitivamente.

(Continuará...)