Las Montañas Azules dibujaban el camino en lontananza. Sigfrido irguió su cerviz. La pesada armadura guardaba en sus arañazos antiguas historias. La espada, firmemente sujeta, brillaba al sol del ocaso. Gottlieb, su caballo, lo miró de reojo y supo que debían ponerse en marcha. Detrás dejaban una cruenta empresa. El puente levadizo había quedado destrozado, apenas permanecían colgando las cadenas metálicas que antes lo sustentaban. Sigfrido no lo volvería nunca a cruzar.
Había decidido abandonar su sino, un destino impuesto por el rey del castillo. Ahora podía tomar las riendas de su eternidad.