Había una vez, en el país de los dignos, donde el lenguaje de signos se componía con las bolas, un gran líder feminista que se las follaba a todas.
Lo suyo era evitar que las mujeres se convirtieran en juguetes de placeres, así que procuraba correrse en ellas de oficio, sin gusto ni beneficio, de manera desinteresada, altruista, bondadosa y siempre respetuosa.
Ellas, en cambio, arreboladas, se sentían muy dignamente marcadas por tan tierno hierro alfa, y mostraban su divisa en las asambleas, donde al margen de peleas, cada empujón se canjeaba por un voto y por un ascenso cada temblor de escroto.
Las más diestras, no siniestras, aprendieron a canjear esos lodos por puntos, aunque fuesen suspensivos, los puntos por comas, aunque fueran invasivas, las comas por paréntesis en los estatutos del partido, aunque no tuvieran sentido, y los paréntesis por cabezas de ventaja, en las listas o en la caja, y aun dicen que por ministerios quienes conocen tales misterios.
Y así llego la paz y concluyó el pugilato: todo era al fin relato, cuestión semántica o seméntica, apodíctica y genial que ya a nadie más extraña, y donde otros precisaban la Apostilla de la Haya, sin teatro y sin tramoya, les bastaba a ellas la Apostilla de la Polla.
Y así fue como al final, como en cualquier buen corral, el primer gallo echó a otros gallos y celebró la multiplicación de las gallinas. El pato cojo no era rival, así que pudo conservar su charco y mear en sus esquinas.
Y de entonces para acá, la moda se hizo tendencia y sin rencor ni violencia hasta Gramsci refrendó el procedimiento: todo el mundo está contento. Si se puede protestar contra el machismo con la agitación mamaria sin vergüenza ni bochorno, ¿por qué no luchar por la igualdad haciéndose alisar las arrugas del coño?
-La arruga es bella, compañeras- les dijeron las beatas pioneras.
Pero ahí ya no hubo caso. No hubo modo ni manera de que una fea llegara ni al congreso ni al senado. Quien conserva sus arrugas las canjea por verrugas. Ese era el nuevo lema que se hizo directriz. Y digo bien directriz, porque para ser director hacía falta un poco más.
Un buen rabo, me dirás.
Quizás, quizás...
Y colorín colorado, desde el rojo hasta el morado, este cuento no ha acabado.