Acaba de entrar el otoño y la tontería de las hojas secas en el paseo, lo de los árboles tiñéndose de colores pardos y el olvido del calor del verano, tonterías que evitan recordarnos lo frágiles que somos. Esos eran los pensamientos desordenados que enmarañaban a María aquella mañana fría y ventosa. Incluso parecía que llovería y no se había acordado de coger un paraguas. Visualizaba el paragüero lleno a rebosar de plegables comprados de urgencia en cualquier bazar, como varas inertes de un árbol cilíndrico negro y bronce, también comprado en la tienda de la esquina, ni era bonito ni práctico, pero le daba mucha pereza dedicar el tiempo a buscar uno que luciera en la entrada de la casa.
Apretó el paso para no perder el autobús; si perdía el de las siete no había otro hasta las ocho y llegaría tarde al trabajo; no quería oír las quejas de su jefa de sección, con esa voz aguda y molesta. “Maldito otoño”, pensó apretando la mandibula y arrebujándose en el jersey de entretiempo que sabía que cargaría al mediodía cuando apretara el calor. Miró al cielo buscando pistas sobre las nubes y su posibilidad de descargar lluvia fina, tormenta o aguacero. Podría mirar en el móvil el tiempo, aunque de unos años para acá no acertaban mucho. En cuanto estuviera sentada en el autobús lo miraría. Sabía que camino al trabajo había varias tiendecitas donde podría comprar otro plegable más para su colección de desmemoria, otra rama más en aquel árbol con forma de paragüero.
Vio que ya había una incipiente cola en la parada y aceleró discretamente para no ser de las últimas y tener que ir de pie todo el camino. Últimamente había notado el aumento de jóvenes y mujeres en esa línea, suponía que la crisis tendría algo que ver, eso y que los estudiantes habían vuelto a sus clases. Recordó sus años de universitaria, y por un instante se trasladó a las aulas y al olor característico de esas salas impersonales y llenas de energía juvenil, ese fulgor que parecía iluminar toda la estancia, esa efervescencia mezcla de ilusión y ganas.
Cuando llegó el 155 ya se veía que había mucha gente en su interior, así que se hacía a la idea de tener que ir de pie todo el trayecto. Repasaba mentalmente la ruta, recordando los lugares de interés que marcaban su ruta diaria a la ida. La Plaza de Chamanes, más conocida como Plaza del Miedo, por las gárgolas que decoraban aquella casona del siglo dieciocho; luego la Avenida de Miscato, esa con tres carriles a cada lado; mas adelante el Parque del Buen Suceso y finalmente su parada en la Calle Valeriano Domínguez. Por fin se puso en marcha el vehículo y como pudo buscó un sitio cómodo donde agarrarse ya que el autobús iba muy lleno.
María no se había fijado en que un hombre se le había acercado desde atrás, asiéndose a la barra superior del vehículo. En su mundo no se había fijado ni en el hombre ni en su cercanía, hasta que lo evidente se hizo obvio. Sin mediar palabra, se cambió de posición enfrentando cara a cara a ese hombre sudoroso y que olía a perfume barato. A esos perfumes de saldo que usan las personas de saldo en sus vidas de todo a cien. El hombre, en su cincuentena, dándose cuenta de su desafiante actitud, apartó su cuerpo y fue a colgarse de otro perchero menos agradable para el molesto “caballero”, al que María suponía una vida fustrada, de esas con soledades enfermizas y pensamientos circulares. Ella, segura, le miraba la nuca intentando comprender como un roce sexual podría suponer la diferencia en la vida de esa persona, cuando el máximo placer era el deseo compartido, amoroso, tierno o enérgico, pero compartido. Se dió la vuelta y continuó mentalmente la ruta, treinta minutos más de traqueteos y baches, de olores extraños, de personas en una confluencia tan extraña como compartir unos momentos vitales de transporte a ninguna parte, o a alguna parte donde volvía la realidad de la calle, de la acera, de los edificios, de los portales, del lugar donde se accedía para hacer cosas y que nos pagaran por ello, por hacer esas cosas, a veces absurdas, a veces con mucho sentido social o económico, nunca se sabía, nunca se terminaba de entender. A ella le gustaba su trabajo. Una joven a su lado tenía unos auriculares puestos y se podía intuir la música que estaba escuchando, se preguntaba si ahora, de repente, tantas consultas de medición de la audición tenían algo que ver con el uso y abuso de esas lentejas metidas en lo más profundo de la oreja escuchando a todo volumen el éxito del momento o la tontería de moda, que para el caso era más o menos lo mismo.
Ahora se le venía a la cabeza una canción de David Bowie: “Heroes” y recordaba la voz atiplada del señor de los ojos raros. “We can be heroes. We can be heroes. We can be heroes just for one day. We can be heroes...” Podemos ser héroes. Podemos ser héroes. Podemos ser héroes al menos un día. Podemos ser héroes. Y María pensaba que no era lo que soñaba haber sido, pero era lo que debía ser, para lo que estaba dotada. Los años de estudio, las basuras mentales que había sufrido para terminar su tesis doctoral, porque era de clase humilde, de esa clase que te condiciona toda tu vida, seas buena o mala. De esa clase que te obliga a ir en autobús y no en ese coche con chófer uniformado. Le importaba bien poco.
Con un siseo de frenos, el autobús se detuvo en su parada.
Miró al edificio de cafés modernos, aburrida, uno con nombre insípido y en inglés, siempre en inglés. Se desvió en la primera esquina, y como todos los días pasó la mirada por el rótulo de la calle: Constelación Andrómeda. Ahora olía el aire a hierba y a esos nogales aburridos pero centenarios. Al fondo, su trabajo. El edificio con forma de herradura gigante, blanco, pulido, moderno. Un perro comenzó a ladrar al lado de un árbol y su dueño, indolente, lo miraba mientras hablaba por el móvil. Ajeno. Tan ajeno al viento otoñal y a la caída de las hojas, como un extraterrestre que viniera de Plutón... Eso le hizo recordar todo el trabajo que tenía acumulado.
Marcó con su tarjeta el lector de acceso al edificio. Aburrida. Esperando que algún día no la dejaran entrar y se fuera a pasear entre los nogales, pero eso jamás ocurría. Saludó al vigilante de la puerta, ese hombre con cara de esfinge que no se sabía si sonreía o maldecía. Manuel, cree que es su nombre, pero tampoco estaba segura, podría llamarse Sebastián o Eleuterio porque era una de esas personas invisibles a propósito, por definición. El pasillo olía a lo de siempre, asepsia pura. Su despacho al fondo a la derecha, como los lavabos en los bares, siempre al fondo a la derecha. Despacho. Un eufemismo de cubículo. Suspiró pensando que al menos nadie la molestaría en sus horas de trabajo, nadie.
Abrió la puerta con su tarjeta, un clic simpático le anunciaba que podía entrar en su santuario. Allí, de nuevo, como cada día, miles de imágenes de galaxias lejanas, de puntitos absurdos para el profano, para ella eran lugares que catalogar, clasificar, ordenar, decidir si era una conocida o desconocida, si pertenecía a un grupo o a otro, si era un cuásar o una estrella de neutrones o un agujero negro, simple clasificación. La vista le fallaba pero nadie lo sabía y había engañado a la prueba mensual del departamento. Seguía queriendo mirar a muchos años luz de nuestro planeta, seguía pensando en todas esas mujeres que descubrieron tantas cosas en los años sesenta, aunque ella tampoco quería ser una de esas famosas, sólo quería hacer su trabajo. Tantos años de carrera, tanto trabajo en su tesis doctoral. Tanto sufrimiento para poder mirar a través de unas imágenes de lugares tan lejanos, mezclado con gente en un autobús, personas que no sabían que ella era testigo y exclusiva observadora de todo lo que nos rodea, esas pequeñas luces que de noche nos dicen que somos una mota de polvo en un mar negro de silencio.
Se sentó y abrió la carpeta de nuevas imágenes. Puntos iluminados en un fondo negro mate. Estas eran de la Enana de Sculptor. Brillantes luces a clasificar. Se puso los anteojos de aumento y suspiró. Aquel hombre del autobús, qué solo debía estar, qué desgracia tener que abusar de ese contacto ilícito y sucio para existir. Qué desgracia sabiendo que somos un grano de arena en medio de negrura.
María se concentró en el cúmulo de estrellas que debía clasificar, astros situados a 290.000 años luz, tan lejos... tan absurdamente lejos. Su trabajo era maravilloso. Sus miedos extraordinarios, pero volvió a darse ánimos pensando en aquellas pioneras, todas ellas contaron y catalogaron estrellas a finales del siglo XIX. Recordaba que fue la propia Annie Jump Cannon la que ideó un sistema de clasificación estelar en siete categorías alfabéticas que daban una secuencia de temperaturas: O, B, A, F, G, K, y M, donde la letra O correspondía a las estrellas más calientes y las del grupo M, las más frías. Cannon usaba una regla nemotécnica que ayudó a muchas generaciones de astrónomas y astrónomos venideros: “Oh, Be A Fine Girl–Kiss Me!”. “¡Oh, sé una buena chica, ¡bésame!”.
El ordenador hacía una primera clasificación y ella y sus expertos ojos decidían si el programa se había vuelto loco o si había acertado; anotaba cada coordenada, el nombre técnico y su categoría, todo eso pasaba al gigantesco mapa estelar que el Instituto de Astrofísica publicaba cada año y compartía con otras agencias mundiales. Desvió la mirada hacia la ventana de su despachito, una lluvia fina comenzaba a entelar el cristal. Abrió el último cajón de su mesa y allí estaba. Un paraguas plegable del invierno pasado. Otro más.
Continuó mirando y admirando las imágenes del día... ahí estaba A3-4III/IV, majestuosa, hermosa y pequeña. Amplió la imagen hasta lo que parecía, a ojos profanos, un borrón de luz informe y que para ella era un universo entero. Suspiró pensando que el universo entero cabía en su pequeño despacho.
Afuera el aguacero se ponía rebelde. Hoy tendría que desayunar en la cafetería del planetario y aguantaría las bromas idiotas de Manuel, o la charla insulsa de Ángel o las nuevas fotos de las gemelas de Ana. Se fijo en el cúmulo de estrellas sin clasificar que tenía ahora delante y, sonriendo feliz, canturreó “¡Oh, sé una buena chica, ¡bésame!”.