Gaspar González no solía aceptar aquella clase de encargos, pero esta vez no pudo menos: una voz interior le decía que el artista que sólo tiene obras en los museos es poco menos que una especie protegida, en vías de extinción.
Por eso, cuando la Sociedad Mariana se dirigió a él para pedirle una inmaculada concepción que coronase el nuevo santuario, respondió que la haría. Ni siquiera preguntó lo que pensaban pagarle por el trabajo.
La Sociedad Mariana tampoco le preguntó lo que quería cobrar: diez días después, Gaspar González estaba ya en las canteras de mármol eligiendo el bloque adecuado.
Luego se pasó dos meses bocetando sobre el papel la figura que quería tallar. Y otro más moldeando en arcilla una prueba.
Cuando hubo concluido estos preliminares, se lanzó al trabajo con furia. Con verdadera pasión.
Talló en primer lugar los demonios del pecado, retorciéndose de dolor al ser pisoteados. Luego la luna, de escondida semejanza a un alfanje musulmán.
Con todo el cuidado pasó luego a dar forma a los pies, y a los pliegues de la túnica. Y luego al torso, y a los brazos. Cuando llegó a la cabeza estaba ya perdidamente enamorado de aquella mujer sin rostro.
Revisó durante semanas cientos de facciones femeninas, y sólo cuando logró fundir la perfección de todas ellas en su mente se atrevió a esculpir la cabeza de la inmaculada.
No le pondría corona alguna: la única corona sería su belleza.
Era el momento de llamar a la Sociedad Mariana para comunicarles que el encargo estaba terminado. Pero Gaspar González no se atrevía a descolgar el teléfono. Ni a acercarse a él siquiera, por miedo a que fueran ellos los que llamasen para arrebatarle a su adorada.
Día tras día acariciaba las gráciles formas, doliéndose ya del momento en que tendría que separarse de ella para que la colocaran en lo alto de un enorme retablo, a treinta metros de altura. La acariciaba como si cada hora fuese la última, antes de que se volviera para él tan inalcanzable como la auténtica madre de Dios.
Cuando al fin venció el plazo, pasaron a recoger la imagen los representantes de la Sociedad Mariana. Gaspar González no pudo evitar despedirse de ella con lágrimas.
Todo el mundo alabó su obra, pero aquellas felicitaciones le sabían al artista sólo a derrota.
Entonces un día oyó decir que la estatua se estaba deformando y acudió alarmado a la basílica.
Efectivamente: para estupor suyo, Gaspar González pudo comprobar que el vientre de la inmaculada se estaba hinchando.
Y pasó el tiempo, y el vientre se abultó aún más.
Y cuando llegó el día de la inauguración de la basílica, los miles de feligreses que asistieron al acto alternaron su mirada entre el prominente vientre de la imagen y el rostro del escultor.
Gaspar González no pudo resistirlo. Antes de que acabara la misa salió de la basílica, seguido por miles de miradas y murmullos, cada vez más insistentes.
Fue a su taller y se colgó de una viga del techo.
No pudo menos.