Luis Mediavilla no tenía suerte con las mujeres.
Intentarlo, lo intentaba, pero no tenía suerte.
Cada vez que se le cruzaba por la imaginación una chica, ella empezaba a salir con otro una semana después. Era un sino aciago.
A puro acodarse en la barra de los pubs, cerveza en mano, acabó trabando conversación con Jaime. Luis temió en un principio haber ligado justo cuando menos lo pretendía, pero luego se enteró de que el tal Jaime estaba tan solo como él, y tan harto como él de fracasar con las chicas.
Intentaron algunas correrías juntos, pero fue aún peor: eran como dos ciegos bajando Pajares en bicicleta, cada uno confiando en que el otro sólo era tuerto.
Una noche, bailando en la pista del Bovis Ridentis, Jaime se fijó en una chica de escote generoso y piernas largas. Era una rubia estupenda, o de bote estupendo: era estupenda en todo caso.
—¿Le entramos a esa? —le propuso a Luis.
—¿A cual?
—A la de las pantalones rosa.
—No jodas, que es mi prima Laura.
Jaime abrió los ojos como si le hubiesen metido un hielo por la espalda.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente. Toda la infancia y la adolescencia enamorado de ella.
—No me extraña.
—Inténtalo —animó Luis.
Jaime lo intentó, pero sin éxito. A los pocos minutos volvió junto a Luis.
—No hay nada que hacer.
—Si te gusta de veras, sé donde vive. Le puedes mandar unos versos. siempre le han gustado esas cosas. Si le picas la curiosidad, lo mismo te acepta una cita a ciegas —propuso Luis.
—Pero yo no sé escribir versos.
—Es igual. Te los escribo yo.
A Jaime la idea le pareció buena. Una cita a solas con la dueña de aquel meneo tenía que ser de locura y no había mucho que perder. No mucho más.
El lunes, después del trabajo, los dos amigos quedaron en un bar. Luis apareció con los versos, y Jaime añadió una líneas. Luego echaron la carta al correo.
Para sorpresa de ambos, la chica llamó al teléfono de Jaime y quedó con él. La cosa marchaba. La cosa iba como Dios.
Pero cuando el día siguiente a la cita Luis se encontró a Jaime en la esquina del bar de siempre, enseguida descubrió en su expresión que algo no había ido bien.
—¿Qué tal? —le preguntó.
—No muy bien...
—¿Qué pasó?, ¿qué te dijo?
—Estos versos son de mi primo, que es un idiota. Y tú un imbécil. Eso me dijo.
—Joder, tío. Lo siento —se disculpó Luis.
—No pasa nada, amigo, pero ya ves: ser feo no es batante para ser Cyrano.