Que te inviten a la boda de tu novia es una muestra de urbanidad. De mundología. De saber estar. Un acto cosmopolita apropiado entre personas civilizadas que entienden cómo empiezan y terminan las cosas, sin rencores ni tragedias. Porque todos somos modernos y sabemos sonreír ante la fluidez de los hechos.
Por eso invitaron a Fernando, aunque después de que lo dejase Nuria no había vuelto a recuperar su alegría. Aunque siguiera emborrachándose una noche sí y otra también. Aunque alguien dijera, sin pruebas que lo apoyaran, que había pasado una noche en el calabozo por pelearse con la guardia urbana.
Lo invitaron y apareció de chaqué. Nada menos. Iba hecho un pincel, más llamativo si cabe teniendo en cuenta su afición a las camisetas con mensaje y los vaqueros tiñosos.
Algunos se rieron de su aspecto de fantoche y otros, peor intencionados, pensaron que era su modo de dar a entender que él debía ser el novio. Conociendo a Fernando, yo hubiese pensado entonces como los primeros: no me podía imaginar una sutileza semejante en su cabeza., más acostumbrada a componer consultas de bases de datos que a trenzar filosofías. Ahora creo que los malpensados tenían razón y que no hay dios que sepa qué combinación de ideas puede anidar en el cerebro de un especialista en SQL.
Como es costumbre en los pueblos, fuimos a buscar a la novia a casa de sus padres, y Nuria nos fue saludando a todos. Estaba radiante. Todas las novias están radiantes, pero ella deslumbraba. Cuando se acercó a Fernando, lo miró de hito en hito.
—Qué guapo te has puesto —le dijo con una sonrisa.
—Cómo no —respondió él tratando de sonreír también, pero sin conseguirlo del todo.
Nuria se fijó en algo más y se echó a reír.
—¿Pero ni un día como hoy puedes dejar de mascar chicle? El chicle sienta mal con el chaqué, hombre.
—Menos que nunca —contestó Fernando.
No sé si iba a decir algo más, pero Nuria no quiso esperar a que la frase siguiente fuese alguna inconveniencia y se dirigió enseguida a otro invitado.
Fernando siguió mascando su chicle azulado mientras remoloneaba por la casa, donde nos invitaron a las tradicionales pastas con anís. Benditos sean el mono y la asturiana, con permiso de Chinchón, que nos llevan en mi tierra del altar al velatorio.
Luego nos fuimos todos juntos a la iglesia, empezando por los ateos. Si no eres de pueblo no lo entenderás nunca.
Cuando el cura pronunció esas palabras de «el que tenga algo que decir, que lo diga ahora o calle para siempre», unos cuantos buscamos instintivamente a Fernando, pero no lo vimos por ninguna parte. Y nos alegramos, la verdad.
Hicimos mal en alegrarnos, porque poco después de salir los novios, después de hacerse las fotos en la iglesia y recibir las salvas de arroz, vimos venir calle abajo a la madre de Nuria gritando despavorida.
Cuando llegó a donde estábamos todos, hizo un gesto hacia su casa y cayó desmayada.
Había ido a buscar algo. Una cámara de fotos. El teléfono del restaurante o algo así, y algo había pasado en su casa. Algo.
Unos cuantos hombres fuimos rápidamente hacia allí y no encontramos nada raro hasta que subimos a la planta de arriba, donde iban a vivir los recién casados.
Allí, sobre la colcha blanca de la cama de matrimonio, encontramos a Fernando, con la cara destrozada, en medio de un charco de sangre.
Se había pegado un tiro con la escopeta de caza.
—Follad sobre mi sangre —decía un escueto papel fijado a la cabecera de la cama con su eterno chicle de mora.
Iba vestido de novio y se casó con la única que no le dejó por otro.
Pobre Fernando.