El ruido de las palas tratando de despejar la calle, o de hacerla al menos algo más transitable para carretas y animales de tiro, despertó por la mañana a Irina con el estruendo gozoso de la libertad al fin recuperada: ya no tendría que pasar el día entero encerrada en casa, embaída en el tedio de aquellas lecturas que de puro repetidas ya casi se sabía de memoria, o acompañando a su madre en aquellos rezos circulares, sin principio ni final, cantilenas interminables que más que devoción le hacían sentir sobre todo remordimiento, porque estaba segura de que Dios se daría cuenta de su desgana.
El cielo no quiso jugar ese día al engaño de amanecer despejado para ir cargando sus alforjas con el paso de las horas. Arreció el frío, eso sí, convirtiendo en hielo los montones de nieve y haciendo más penosa la tarea de apartar la que quedaba. Pero no volvió a nevar y a medida que la gente regresaba a sus tareas la inmaculada blancura de la nieve se fue hollando de pisadas, roderas y hasta negras heridas de fogatas.
Pero al fin podía salir de casa. Podría al fin escapar de aquellos muros a los que había estado tanto tiempo condenada sin recordar el motivo del castigo. El sabor aún dulce de la noche anterior le trajo entonces la consciencia de que sí existía un delito, pero ella no podía verlo como tal. Era incapaz de arrepentirse de lo que había hecho. Pensó entonces en la nieve y creyó que lo que pasaba en las calles también era aplicable a sí misma: lo que está demasiado limpio no suele estar demasiado vivo. Porque la vida mancha, y sólo los niños enfermos no embarran nunca su ropa.
Ella había mancillado su pureza, sí, pero también mancillaban los carros la pureza de la nieve. ¿Era acaso mejor seguir todos en casa para respetar intacta la blancura de las calles? Irina no dudaba ni un momento cual erala respuesta a semejante preguntas, pero de todos modos temía el momento de defender esta decisión ante otros.
Pronto sería viernes, el día del inevitable encuentro con el confesor de la familia y tendría que arrodillarse y decirle que se había entregado a un hombre, que había profanado el templo de su cuerpo y pisoteado las flores de la castidad. El padre Istvan siempre hablaba con esa clase de palabras cuando se refería a esas cosas. Profanado un templo y pisoteado las flores, sí, pero ella no podía arrepentirse. Irina recordaba las lecturas de los santos padres de la iglesia, aquellas en que no se cansaban de repetir que Dios es amor, y eso ella no podía dudarlo. Pero si Dios es amor, ¿cómo puede condenar el amor en los demás? Eso no podía entenderlo, y como no podía entenderlo, no podía arrepentirse. Y confesar un pecado del que no hay contrición es peor todavía que callarlo.
Irina decidió callar. Aun a sabiendas de que a un mal añadía otro, decidió callar, consciente de que había entrado en la resbaladiza cuesta de los pecadores, pero demasiado fuerte de ánimo como par ceder su intimidad sin lucha. Su madre podía obligarla a confesarse, pero no podía obligarla a hablar, lo mismo que se puede llevar un caballo al río pero no se le puede hacer beber. Eso decía a veces su padre y a Irina le hizo gracia recordar la frase precisamente en ese momento.
Sorprendida ella misma por su resolución, se compuso tranquilamente el cabello y el vestido ante el espejo, y bajó de su habitación dispuesta a entablar con su madre la conversación más normal y anodina que pudiera encontrar en su mente. El fin de la gran nevada y el hecho de que fuera primer viernes de mes, con los compromisos religiosos que tal fecha aparejaba, le facilitaron temas apropiados para cumplir su propósito hasta la hora de comer.
Después del almuerzo prometió regresar a tiempo para acompañar a su madre a misa y se dirigió a casa de Mariah, su mejor amiga desde la infancia y su única confidente. Ni siquiera a ella pensaba participarle todo el secreto, pero deseaba apasionadamente compartir con alguien su felicidad, la plenitud del momento.
Mariah vivía cerca del recientemente construido ayuntamiento, verdadera enseña de la prosperidad comercial de la ciudad. El paseo no era largo, pero con las calles aun cubiertas en buena parte de nieve helada, Irina prefirió caminar despacio. Y no sólo por precaución: todo era nuevo para Irina. Aquellos muros, las campanas de las iglesias, los tejados resplandecientes por el sol sobre la nieve. Hasta el rostro de su amiga parecía tener aquel día un brillo especial.
Mariah la recibió con muestras de verdadero afecto, víctima también del aburrimiento aparejado a su prolongada reclusión. Después de que Irina saludara a los padres de Mariah y les transmitiera los saludos de su propia familia, como era preceptivo, las amigas se apresuraron a encerrarse en el cuarto de Mariah para poder hablar a sus anchas.
Lo primero que Mariah le preguntó a Irina fue si había visto a Adalberto, y el sonrojo de Irina se encargó de responder por ella. Mariah quiso saber más y la interrogó sin piedad hasta que Irina confesó que lo había visto e incluso lo había abrazado. Le contó incluso que lo había dejado entrar en su habitación y que se habían prometido amor eterno. Le contó también que Adalberto había dado palabra, palabra de honor y palabra de caballero, de pedir su mano en cuanto el padre de Irina regresase de su viaje.
Y a buen seguro, su padre no se opondría: era un matrimonio ventajoso para todos: un enlace entre la nueva burguesía y la vieja nobleza que sin duda lo haría sentirse aún más orgulloso de su hija.
Estaba segura de que su padre le daría su bendición: en medio año, todo lo más, Adalberto y ella serían marido y mujer, pero habían acordado mantener el compromiso en secreto para que no fuera su padre precisamente el último en enterarse.
Mariah saltó de alegría y tuvo que taparse la boca para contener el grito que le arrancó la noticia. Por fin, todo el empeño y la paciencia que había puesto Adalberto en el cortejo de su amiga recibía su recompensa.
Mariah tenía también un pretendiente, pero estaban aún en la etapa de los pequeños desaires y las apasionadas reconciliaciones. Casi siempre hablaban también del pretendiente de Mariah, pero aquel día los amores de Mariah y sus pequeños avances quedaron completamente relegados para otra ocasión: lo más importante era que Irina iba a casarse y que nadie más lo sabía; lo importante era que tenían un gran secreto que compartir, y un secreto venturoso además, que son los que mejor sirven para avivar la amistad y la alegría sin el poso de lejana desconfianza que deja casi siempre el secreto peligroso o el culpable.
Y así pasaron las horas de aquella tarde, cuchicheando planes para la boda, imaginando la entrada de Irina en la catedral, con su vestido blanco, con la ciudad toda pendiente del enlace, eligiendo el momento de hacer pública la noticia y hasta el nombre de los hijos que luego vendrían.
Así pasaron la tarde, en un suspiro apenas.