Lentesoja gris

Vilfredo Nash se reclinó en la silla de su austero despacho observando los indicadores de la pantalla de su ordenador. Le ofrecían datos en tiempo real sobre el estado anímico de todos los ciudadanos. Tras años de trabajo, la curva que formaban era ahora prácticamente estable. Cualquier cambio que hiciera en adelante, perjudicaría a algún individuo o sector de la población de forma tal que reduciría el nivel de felicidad global. Desvió ligeramente la mirada hacia la estantería, sonrió y volvió a observar la pantalla. Esos premios no eran comparables a lo que acababa de conseguir, no le llegaban a la suela del zapato a esta maravilla. Su Nobel de economía y su premio Abel de las matemáticas podían quedarse en el estante criando polvo; lo que había logrado ahora es lo que realmente quedaría para la posteridad. Porque es la posteridad. Había creado la sociedad perfecta.

—Y aquí podemos ver cómo se refleja la soledad del artista —comentaba el anfitrión, señalando un enorme círculo negro pintado en la pared blanca, sin marco alguno—. Transgresor, seguro. Peligroso, evidentemente. Pero profundamente evocador.

—Menudo racista —le susurró Nelson al oído.

—Ten en cuenta que es del siglo pasado —contesté tapándome la boca con la mano—. Se dice que le dio cien mil puntos a alguien que trabajaba en el sótano del museo para traerlos aquí antes de que los culturizaran.

—¿Cien mil puntos? ¡Venga ya! 

Aunque Nelson seguía hablando en susurros, había elevado un poco el tono y uno de los asistentes delante de él negó con la cabeza y le miró de reojo con desaprobación. Continué:

—Pero eso no es todo. Dicen que en alguna de estas estancias guarda pintura blanca y negra, y sigue pintando según las enseñanzas de su maestro.

Salimos de allí un poco nerviosos. Por mucho que mi amiga Jane nos hubiera repetido que no era ilegal, aquello lo parecía. Si no, ¿por qué tenía cerradura en la puerta? Además, no había cámaras por ningún sitio, y cuando entramos nos pidió a todos que activaramos el modo “cuarto de baño” de nuestros monitores. Tenía muchas cosas que preguntarle a Jane, aunque conociéndola, sabía que esquivaría cualquier detalle concreto. Así de reservada era ella con sus “contactos”. Pero sus planes siempre eran emocionantes. 

Habíamos quedado con ella en un banco del parque para comentar la experiencia. Luego cenaríamos y nos volveríamos a casa. Era otoño, y mientras nos acercábamos al banco junto al lago, las ocres hojas de plástico crujían bajo nuestros pies liberando esa fragancias característica que provocaba una placentera sensación de calma. Jane no estaba, así que nos sentamos en el banco, Nelson compró allí mismo un paquete de simupán y la esperamos dándoles de comer a los patos. Había uno que no funcionaba bien; parecía que intentaba alzar el vuelo pero sólo conseguía moverse en círculos. Además se le notaba la luz del holo. 

Nelson volvió a activar la consola del banco y lo reportó. Al poco tiempo, el pato desapareció, y el agua que se estaba agitando ondulante debajo de él se estabilizó tan rápidamente que por un momento fastidió toda la escena. Luego sonó una campanita y Nelson me miró contento señalando en su propia consola cómo le habían recompensado con un punto. El simupán le había salido gratis. Nelson era un poco simplón, pero era una pareja agradable.

—¿Qué tal, tortolitos? —Jane llegó por detrás y se apoyó en los hombros de los dos, metiendo la cabeza entre nosotros.

Casi íbamos a contestar el típico “muy bien”, cuando al darnos la vuelta para mirarla a la cara, nos dimos cuenta de que el roce que nos había hecho cosquillas eran los rizados pelos de Jane. No llevaba el pañuelo.

—Pero, ¿qué haces? —dijo Nelson alarmado— ¡Vas a perder un montón de puntos! 

—No os preocupéis, lo tengo controlado —contestó Jane llevándose un dedo a la sien—. Es la hora del rezo, no hay nadie por aquí al que le moleste que no lleve puesto el… Ups, pues me han quitado un punto. ¿En serio, Nelson?

—A mí eso me da igual, ya lo sabes, soy agnóstico —se defendió Nelson. 

—Me da a mí que lo que no le gustan son las sorpresas —dije riéndome para quitarle importancia.

Hicimos alguna broma sobre mi comentario, y luego hablamos un rato de las subversivas obras que habíamos visto, cómo el fallecido pintor usaba el blanco y el negro, ¡o incluso el rojo como si fueran salpicaduras de sangre! También cotilleamos sobre el misterioso anfitrión y sobre los rumores que había sobre él. A mí me asombraba todo lo que Jane me contaba del artista que pintó los cuadros y del extravagante coleccionista. Lo contaba con un entusiasmo tal que le hacía dar pequeños saltitos de emoción. Nelson no paraba de fruncir el ceño, soltando frases del tipo “se va a meter en un lío”, o “qué sentido tiene guardar cosas tan desagradables”. 

Al rato, Jane se puso el pañuelo y salimos del parque a cenar en el primer comedor que vimos. Nos sentamos en el primer cubículo libre, el robot nos trajo un vaso de agua a cada uno, y como siempre, pedimos la cantidad recomendada que nos marcaba nuestro monitor. Al instante, el robot nos sirvió en los platos las cantidades exactas de comida que habíamos pedido, nos deseó el “buen provecho”, y se marchó. Nelson ya iba por la tercera cucharada mientras Jane le miraba a él y luego a su propia cuchara llena, como si aquello no tuviera sentido. 

—Esto es una mierda —dijo Jane.

—¡Jane! —solté, ahogando el grito y mirando a todas partes.

—Me dan igual los puntos, joder. —Nelson no dijo nada porque tenía la boca llena, pero los ojos se le iban a salir de las órbitas. No le faltaba razón, eran cien puntos por palabra malsonante. — En serio, tenéis que venir a mi casa. Trágate ese última cucharada y nos vamos. No te preocupes por los puntos, yo pago por el desperdicio de comida.

Convencí a Nelson, que dejó su plato a medias a regañadientes. De camino a su casa, Jane nos contó una loca historia sobre la comida. Decía que hacía mucho tiempo, comida era una palabra genérica, que hacía referencia a cualquier cosa que hubiera en el plato, pero que no siempre era como ahora. Se comían otras cosas, que tenían olores, sabores y texturas diferentes. Pero que como a mucha gente le molestaba que otros comieran según qué cosas, poco a poco se fue reduciendo la variedad de la alimentación hasta que sólo quedó la pasta gris que comíamos ahora. Lentesoja gris, decía que era su nombre verdadero. Que era comida, pero que la comida no era sólo eso. Que eso era un tipo de comida. Que a la gente siglos atrás les parecería insípida, significara lo que significara esa palabra. Sobre todo teniendo en cuenta, dijo, que entonces comían todo tipo de cosas, incluso ¡animales muertos! Cuando dijo eso, pude ver como Nelson apretaba los labios y los puños para no estallar. Jane siguió, sin darse cuenta o sin darle importancia.

“¿Os acordáis de Parker, el chaval de los rizos tan majo que os presenté el otro día? Pues resulta que es un genio de la técnica. Les modifica los lienzos a los artistas, les piratea, creo que dice él, y entonces pueden usar los colores que quieran y nunca les culturizan el resultado. ¿Os lo podéis creer? Así pude conseguir las invitaciones para la colección que habéis visto hoy, porque Parker le ha pirateado varios lienzos. Y eso no es todo, en su sótano tiene un montón de cachivaches, todo muy raro, con cables y pantallas por todas partes. A mí lo que más me llamó la atención del sitio es que tenía plantas en una estantería, con unas tuberías y unas lámparas, y cuando fui a tocarlas…¡Eran de verdad! Me quedé alucinando tocando las hojas y me contó esto de la comida y la lentesoja. Según dice, pasó como lo del pañuelo, que por lo visto hace mucho tiempo se podía ir sin él por la calle sin problema. Ya ni nos damos cuenta, pero hacemos muchas cosas por no molestar. Casi todo lo que no nos cueste demasiado. Y como a la gente le molestaba que otras personas comieran según que cosas, en los comedores fueron dejando de servir unas comidas, como los animales muertos —a mí también me parece repugnante—, luego otras y al final sólo quedó la lentesoja. Paradoja de la tolerancia dice que se llama.”

La verdad es que tenía sentido, pero a pesar de que no me considero estrecho de miras, no terminaba de creérmelo. ¿A qué se refería con eso de los diferentes sabores? ¿Sería como cuando en secreto, cuando era niño —y no tan niño— chupaba, masticaba y a veces me tragaba cosas como aquella pequeña flor que creció en un resquicio del alféizar de mi ventana? No iba a reconocer esa vergonzosa experiencia. Tardé años en saber, gracias a Jane, que esa flor no debería estar allí, que era una anomalía. Pero nunca le dije que me la comí. ¿Qué pensaría de mí? Así que tenía que saber más, necesitaba que me demostrara que lo que decía era cierto, y estaba deseando saber por qué nos llevaba Jane a su casa. Por otro lado, el enfado evidente de Nelson llevaba un rato quitándole puntos a Jane, aunque a ella no parecía importarle.

Llegamos a su casa, y nos dijo que esperáramos en el salón. Se fue a la cocina y volvió. Nos puso dos herramientas a cada uno en la mesa y se fue. No sabíamos qué era eso. Nelson y yo nos miramos, él asustado, yo expectante, ambos nerviosos. Escuchamos un timbre, y de la cocina llegó un olor irreconocible, pero atractivo. Jane volvió con dos platos, cada uno con dos cosas marrones humeantes.

—Coge eso, así —Jane me enseñó, riéndose y cogiendo mis manos, a cortar la cosa marrón.— Pincha con el tenedor. Lo de tu izquierda. Y dale hacia delante y hacia detrás con el cuchillo. Ves, así. Vale, ahora cómete ese trozo.

No podría explicar lo que sentí, pero creo que Nelson, al ver mis lágrimas, entendió que era algo que tenía que probar. Le señalé las herramientas y, temeroso, intentó hacer lo mismo que Jane me acababa de enseñar. Ella le tuvo que ayudar a hacerlo, no era un movimiento natural. Cuando se lo metió en la boca y empezó a masticar, le miramos expectantes, esperando su reacción como dos niñas risueñas agitando nuestros puños cerrados.

—¡Joder, esto está buenísimo! ¿Qué es?

No pudimos contener las carcajadas. ¡Que le dieran a los puntos! Esto era lo mejor del mundo, no habíamos probado nada más estimulante y placentero en nuestra vida. Nelson también lloraba, pero de risa. Cuando nos relajamos un poco, Jane explicó:

—Es la parte de debajo de una planta, un bulto de la raíz que crece bajo tierra. Se llama patata. Pa-ta-ta.