Las leyes del estado eran taxativas: el robo de ganado se penaba con la horca.
El abogado de Patrick estaba medio borracho. Lo habían sacado de la cama a empellones para cubrir el trámite de la defensa, pero no podía permitir que se ahorcasen a un hombre por una mísera vaca.
El acusador era el propio dueño de la res. Sólo hablo para recitar los nombres de las personas que le habían ayudado a encontrar el animal y dónde lo habían encontrado. Con eso era suficiente.
El Juez Hogan se pasaba de vez en cuando el pañuelo por su pelo blanco. Era un hombre viejo, acostumbrado a ser duro, pero inclinado también a ser razonable.
En un intento de arreglar aquel asunto estúpido trato de ofrecer al acusador que el reo trabajase para el durante dos años. O durante cinco, se corrigió luego.
El dueño de la vaca negó con la cabeza: sólo quería que se cumpliera la ley.
El abogado defensor jugó su última carta en un largo y sentido discurso. Habló de la necesidad de hombres que tenían aquella tierras. Habló de lo útil que sería para la comunidad el trabajo de aquel pobre sujeto. Todo podía servir para algo, menos su muerte. Su habla pastosa aportó patetismo al alegato.
El dueño de la vaca sacó su reloj y miró al juez. Ya habían perdido suficiente tiempo para un caso que estaba perfectamente claro.
El juez Hogan se secó la frente una vez más. Sabía que era inútil absolver al pobre Patrick. Estaba seguro de que si lo hacía, Jones recurriría la sentencia al juez del condado. Después ahorcarían a Patrick de todos modos y lo sustituirían a él por otro más duro.
Aún así, cuando dicto la sentencia, se sintió como Pilatos.
Al día siguiente, al atardecer, todo el pueblo se congregó para ver el ahorcamiento de Patrick. Incluso vino Jones, con la vaca objeto del delito.
Subieron a Patrick a un caballo, y el alguacil empezó a leer la sentencia.
Las miradas de los asistentes iban sucesivamente de Patrick a la vaca y de la vaca a Patrick. No podían creer que aquel mísero animal fuera el causante de lo que estaban presenciando.
Patrick, con las manos atadas a la espalda, miraba aterrorizado al animal. Cuando vio que arrojaban la soga sobre la rama del árbol, se echó a llorar, implorando clemencia.
La vaca mugió. El alguacil, que llevaba al caballo de la brida para colocarlo bajo el árbol, se detuvo un instante.
La vaca empezó a mascar algo. Un murmullo unánime se elevó entre los asistentes.
El alguacil, con paso vacilante, siguió su camino. Dejó el caballo bajo el árbol y un ayudante del Sheriff le colocó a Patrick la soga en torno al cuello con manos temblorosas.
Todos miraron a Jones, pero el granjero permanecía impasible.
El ayudante cerró los ojos y propinó un cintarazo al caballo, dejando a Patrick balancéandose de la cuerda. Había tenido suerte: se le había roto el cuello. Luego apretó el nudo.
Las miradas de los asistentes se clavaron en Jones con odio. En un movimiento que parecía acordado se colocaron en torno a él y su vaca.
Jones sacó su revólver y todos retrocedieron.
Jones apuntó cuidadosamente y disparó una sola vez sobre la cabeza de su res, que se desplomó como un saco.
—Esto me importa a mí la vaca— dijo despectivo.
Luego escupió sobre el cadáver del animal y, avanzando por el pasillo que la gente abría a su paso, volvió a su rancho.