Y Dios en sus claras diademas, ¿no se burla de nuestros anatemas?
Basta ya de maldecir y allá Él si se divierte jugando a cunas y tumbas. Basta ya de maldecir casualidades, fatalidad, infames coincidencias: no la mató el camionero que en el momento preciso pasaba por aquel punto, ni tampoco el empresario que nunca desdobló el túnel. No tuvo nada que ver quién convocó tan a tiempo una huelga de autobuses, ni la lluvia, ni siquiera un leve exceso de velocidad.
La mataron los que atraparon su mente en un tornillo macabro y empezaron a apretar; esos fueron los que hicieron que aquel día se distrajera al volante, los que a base de razones, sinrazones y temores la obligaron a romperse en pedazos de incoherencia: todos los que plantearon, planteamos, la terrible disyuntiva: sus padres, sus maestros, su amigo, repitiendo todos juntos en su mente que iba a cometer un crimen; el padre de la criatura, insistiendo en que no había otro remedio, asegurando que oponer escrúpulos a la necesidad insalvable es una burda estupidez. Sus padres y sus maestros hablaban a priori y sólo en abstracto: ellos no supieron nada del asunto.
Gonzalo y yo la matamos.
Los dos por igual lo hicimos, pero yo la perdí para siempre cuando estaba dispuesto a hacerme cargo de ella, de su hijo y de su trauma; siempre pensé, y ahora pienso, que donde está el beneficio allí se encuentra la culpa, y Gonzalo ha visto resuelta su zozobra, ha visto desmoronarse el obstáculo que se interponía entre él y un estilo de vida que ni califico ni me importa.
No juzgo falsas sus lágrimas ni desconfío de que fuera genuina su pesadumbre, pero pienso a veces si más que la pérdida de Sara no le dolería lo fortuito del hecho, la ocasión que perdió de doblegar la voluntad ajena en algo tan fundamental como la vida; ya no podrá verla por la calle y recordar que él venció: los dos fueron derrotados.
¿Dónde está la espada de tu venganza, amada Sara?
No podrá ya tu hijo, al cumplir los veinte años, acercarse al hombre que quiso su muerte y cruzarle la cara a bofetadas. Todos los que te quisieron ignoran que te marchaste entre espantosos terrores, vencida por un peso excesivo para tus hombros.
Los muertos, querida mía, los que caen por el azar o el abandono, no tienen quien los desquite. Perdida la energía de sus miembros y la fuerza de sus palabras, no pueden alistar sino recuerdos para empuñar las armas.
Pero descuida, amor mío, que yo guardo tu memoria. Con tu paraguas, con tu gabardina, con las últimas lágrimas que te hice verter. Yo marcharé a esa batalla que tú no pudiste librar, la que ha de acabar en un solo, atronador estallido.
Yo seré tu Don Quijote, espoleando Clavileños en una carga sin fin.
Y el horror irá conmigo.