Los Gabilkim (una leyenda contra el fatalismo)

Los presagios no existen: te equivocas, hijo mío, al juzgar como importantes las penurias que te acucian.

Nada está escrito que no pueda enmendarse. No hay palabra tan solemne que esté expuesta a un tachón, ni pergamino tan sagrado que no pueda rasparse.

Los presagios no existen: no te asustes al ver otros ojos mirándote desde el espejo, ni cuando distingas nubes en el lago en días de cielo despejado. Lo incomprensible está fuera de toda norma, de toda regla, de toda ley incluso, y si has de ser grande deberás amar la trasgresión; más aún, la ausencia de ella por falta de imperativo que esté a tu altura. La desobediencia será tu marca, también tu estigma, y habrás de servirte de ella sin permitirte nunca ser su víctima, porque habrá también ocasiones en que te mandarán lo mismo que te conviene, y entonces serás dócil.

Ningún daño ha de causarte mostrar un rostro amable; antes bien, procura mantener siempre tu sonrisa tan a mano como tu daga. 

No temas el poder de tu enemigo, de ningún enemigo, porque podrás hacer tuya su energía si hallas el valor preciso para enfrentarle. Y no busques adversarios miserables aunque sean numerosos, porque tu gloria será la suya, invariablemente la suya, y no hay renombre alguno en aplastar un hormiguero.

Mira al pasado conmigo y guarda cuanto aprendas para el día, no lejano, en que todos los consejos sean pocos.

Al principio de los tiempos, cuando eran ya todas las criaturas pero aún no tenían consciencia de sí mismas, un grupo de ángeles se rebeló contra Attá y hubo una gran batalla en la que triunfaron los del Creador, aunque muchos murieron en ambos bandos, porque la Muerte no sabe de facciones cuando ve llegada la hora de su cosecha. Entonces Osimén, príncipe de los ángeles fieles, preguntó a Attá:

—Dime, oh Attá, ¿por qué contemplaste la batalla sin intervenir en ella?, ¿por qué dejaste que murieran tantos de los que te aman cuando un gesto tuyo hubiera bastado para destruir a los que reniegan de tu Santo Nombre?

Y Attá contestó:

—Porque si yo intervengo, ¿cuál sería la razón de tu existencia, capitán de mi guardia? Cada ser y cada cosa deben servir a la consumación de su destino. Cada vida debe servir a su muerte como cada vasallo ha de servir a su señor siendo vasallo y cada señor a su vasallo siendo señor, porque ninguno podría consumar su destino sin el otro y su paso por el mundo quedaría vacío.

Pero Osimén preguntó:

—Si tu sabías de la rebelión, porque tú todo lo sabes, ¿por qué no cambiaste el Destino para que la paz reinara y pudieran vivir los míos?

Y Attá contestó:

—Porque en un mundo en paz no habría destinos que cumplir, sino sólo diferentes modos de crecer y envejecer, y sería así hasta que el Universo entero fuera tan grande y tan viejo que ya no pudiera soportarse a sí mismo. Si la paz reinara siempre no podría existir el sentimiento y la vida se reduciría a un triste arrastrarse por el mundo. El sentimiento es el mayor regalo que yo he hecho a mis hijos, y para que haya sentimiento es necesario que exista también el dolor, igual que para que haya día es necesario que exista también la noche, por triste y oscura que pueda parecer a veces. Por eso no hay paz: por eso murieron los tuyos, que antes que tuyos fueron míos, aún lo son y lo serán para siempre. No te inquietes por las cosas que están más allá de tu alcance, pues la ignorancia es también como la noche que hace más deliciosa la llegada de la luz del conocimiento. 

Osimén se inclinó ante Attá y se retiró, pero en su corazón había germinado la semilla de la duda. Y con el tiempo esa semilla creció hasta ser tan evidente que Attá no pudo fingir por más tiempo no verla y llamó a Osimén a su presencia.

—Dime Osimén, capitán de mi guardia, ¿qué es lo que se agita en tu pecho que tanta quietud te roba?

—Es la guerra, que aún persiste, mi Señor. Los renegados siguen extendiéndose: muchas criaturas nobles han sido seducidas por sus inquinas y se han unido a ellos en la rebelión contra ti. Nuestras fuerzas son muy superiores, pero no podemos vencerlos completamente porque son iguales a nosotros y todo lo que somos capaces de pensar lo han pensado también ellos. Además, cuando mueren, queda libre su espíritu para seguir causando daño. ¿Por qué cuando mueren los míos no permanece ningún espíritu?

Attá respondió:

—No envidies a los renegados viendo crecer su número. La simiente del mal es miserable y por eso da ciento por uno allá donde cae, pero a la semilla del bien cualquier viento la malogra. Cuando muere una de las criaturas que me sirven no permanece nada porque su espíritu viene a unirse conmigo para gozar de mi grandeza, pero cuando muere uno de los que me niegan, su espíritu no puede unirse al mío y debe marchar errante para siempre, porque no hay alternativa a mí. Por eso, no envidies a los renegados, que son más causa de lástima que de envidia. Pero dime, ¿qué más hay en ti, alimentando esas dudas?

—Sí, mi Señor, hay algo más. No puedo comprender por qué dejas que siga esta guerra que tanto dolor nos causa a todos; no puedo comprender por qué creas a tus hijos para hacerlos morir luego en una guerra que conocías de antemano y no quieres impedir. No veo sentido a todo esto.

Y Attá, comprensivo, respondió:

—Todas las criaturas nacen y mueren para cumplir su papel en una gran obra, mucho más grande que la suma de todas ellas. Todas cumplen su destino para que se cumpla el Destino del Universo, y así todo siga su propio curso.

Pero las dudas no se apagaron por completo en el corazón de Osimén y una última pregunta brotó de sus labios:

—¿Y cual es mi destino, Señor?

Attá sonrió ante la facilidad con que el capitán de su guardia le hacía una pregunta tan importante, y con suave voz le respondió:

—Servirme siendo el más grande de los que luchan por mi Nombre, el más fuerte e infatigable de los míos, y también el que más alta gloria alcance en mi corazón cuando llegue el momento.

Entonces Osimén se adelantó, y alzando los brazos dijo:

—Pues Señor, yo he roto el Destino, porque ya no te serviré más. Allí donde tú pongas un camino inevitable, yo te saldré al paso con un desvío; allí donde tú pongas un muro infranqueable, pondré yo una brecha; allí donde tú pongas un océano, yo pondré una balsa; allí donde tú pongas montañas, pondré yo desfiladeros; allí donde tú pongas desiertos, yo pondré oasis, y de este modo siempre habrá quien pueda salirse de tus caminos, franquear tus muros, vadear tus océanos, cruzar tus montañas y atravesar tus desiertos, porque yo quiero que las criaturas del Universo sirvan a su propia libertad y no al cumplimiento de ningún Destino, ni siquiera el que tú impongas, oh Attá. Los seres del Universo serán libres, porque siempre habrá una rendija para que entre la esperanza mientras yo exista, y existiré para siempre, porque no quiero unirme a ti. Y los destinos que yo quiebre quebrarán otros destinos hasta que la Fatalidad entera salte en pedazos.

Y dicho esto, Osimén se retiró de la presencia de Attá y se fue con todos los que quisieron seguirle. 

Así fue como empezó la segunda rebelión, la de los Inesperados, que ni siquiera Attá había previsto.

Ellos son los que prestan su fuerza a los que tratan de escapar de una vida en la que nada esté en manos del azar, y así lo harán hasta que no haya un sólo ser aprisionado en la trama del Divino Dramaturgo, porque si suyo es el poder de escribir el Libro, nuestra es la potestad de hacer borrones. 

Y ahora que conoces la historia, dime tú, amado discípulo mío, quién es en verdad el Todopoderoso.