I
En su pueblo le llamaban Mitka, como al protagonista de El Don Apacible, pero él no tenía nada que ver con el cosaco audaz y aventurero de Sholojov, aunque también había nacido cerca del Don. Si alguien le hubiese preguntado por qué le llamaban Mitka en vez de Misha o Mijail, hubiese respondido que por lo mismo que se llama manzanos a los manzanos, o se llamaba Rusia a la llanura sin fin donde vivía.
Mitka Zaglebin no se preguntaba nunca por qué sucedían las cosas. Había nacido campesino, en un recodo del río, y su tierra no admitía preguntas, como un predicador mesiánico que se limitase a imponer su dogma de trabajo y privaciones. Si la crecida del Don arrastraba consigo animales y cosechas, respiraba hondo, recogía en el cobertizo la pala para retirar el barro y volvía a comenzar. Si los hielos carbonizaban los brotes tiernos de los frutales, acariciaba las cicatrices negras de las ramas a la espera de que más tarde volviesen a revivir.
Cuando oyó decir al comisario que los alemanes habían invadido su patria se encogió de hombros, y esa misma actitud mantuvo al recibir la llamada a filas para participar en la mayor hecatombe de todos los tiempos: la guerra total en las estepas, sin tregua, sin un montículo tras el que guarecerse, sin esperanza de que el enemigo dejase de luchar un instante antes de haber vertido la última gota de sangre. De cualquiera que encontrase, incluida la propia.
Participó en la batalla de Kursk, a bordo de un T34 bautizado como Luzhin, uno más, apesar del nombre, de los miles de carros de combate que se enfrentaron sin descanso y sin esperanza a las divisiones panzer germanas, ya convencidas de que no podrían ganar, pero de todos modos entregadas a consumar su inmolación: sólo les importaba luchar, hasta el olvido del día o la memoria de los siglos. Sonaron las trompetas de Jericó de los Stukas, tronaron los enjambres de cañones antitanque emboscados tras cada arbusto, y el mundo se pasmó, no tanto ante la destrucción, ya conocida, como ante el voraz encono con que se emplearon los contendientes.
Napoleón había penetrado hasta el corazón de Rusia y después había visto desmoronarse su ejército, en estrepitosa desbandada. Los que esperaban que sucediese lo mismo en esta ocasión comprobaron consternados que los alemanes también se retiraban y también caían, pero en orden, palmo a palmo y muerto a muerto.
Zaglebin comprobó, sin sorpresa, que aplastar al enemigo no significaba alejar el desastre: con cada batalla ganada se multiplicaban las tumbas; a cada victoria le sucedían interminables millares de entierros. Los rusos no se detendrían jamás, como los ríos, que sólo en el mar se aquietan; los alemanes no se rendirían nunca, como la roca en la playa, indiferente a las olas, que se convierte en arena en cada arremetida pero no vuelve la espalda.
Muchos se preguntaban dónde o cuándo terminaría aquello, pero Zaglebin no: él no hacía preguntas. Había nacido campesino, junto al Don, hijo de siervos, emancipado de la tierra por la misma revolución que lo encadenaba a las armas.
En una orgía de fuego y devastación los rusos liberaron su patria, cruzaron el Vístula frente a un general loco que pedía a sus hombres que se convirtieran en gigantes; cruzaron el Oder sobre el hielo convertido en metralla por las cargas explosivas sepultadas en el río, rodearon la salvaje y temeraria defensa de Breslau y se plantaron finalmente en Berlín. Allí tenía que acabar todo; aquel era el mar que por fin los acogía.
Entre las casas derrumbadas, y los hombres derrengados, y los restos de los libros, y las estatuas, y las sinfonías, y los patíbulos, les salieron al paso las mujeres y los viejos de Alemania. Y allí aprendió Zaglebin que las armas también matan cuando las dispara un niño, y que no importa que hayas recorrido cien o cinco mil kilómetros desde tu casa, o que la victoria sea segura, porque también los perdidos pueden perder a otros.
El cuatro de mayo de 1945 hacía ya tres días que se había suicidado Hitler. Aquella misma tarde se firmaría al fin la paz. Por la mañana, un hombre sin piernas, sentado en una silla de ruedas, asomó tras una esquina y disparó su panzerfaust, el bazoka alemán, contra el tanque de Zaglebin. Con aquel, eran ya treinta y dos los tanques que destruía el lisiado de la Gran Guerra, la del catorce. El artillero del tanque ruso murió en el acto. Zaglebin, envuelto en llamas, consiguió salir del tanque y trató de apagar el fuego que consumía su cuerpo revolcándose en el barro y en sus propios gritos. Cuando al fin lo consiguió, su carne abrasada quedó tendida exhausta sobre los cascotes. Sobre la victoria.
II
Despertó diez días después en un hospital de campaña construido a toda prisa con jirones de rapiña y retales de miseria. Había quedado tan desfigurado que nadie podría reconocerle. Él ni siquiera tuvo la oportunidad de intentarlo porque se había quedado ciego.
Tampoco entonces Zaglebin se preguntó por qué le había sucedido aquello.
Durante meses arrastraron sus despojos de un hospital a otro, en camiones, en carromatos, en trenes que iban siempre hacia el Este. Paraban de vez en cuando en hospitales y pasaba días, o semanas, postrado en una cama sin echar de menos el aire libre ni agradecer el reposo. Algunas enfermeras se acercaban a veces a hablar con él, pero Zaglebin descubría en su tono el espanto y la compasión, y las dispensaba del deber de su simpatía guardando silencio.
A mediados de 1946 percibió en el aire el aroma de la genista y el eneldo y supo que había llegado al Don. Allí, en alguna parte, vivirían seguramente su madre y sus hermanas, y por primera vez sintió miedo del daño que aún podía hacer. Pero entonces lo subieron a otro tren, camino del Este, y siguieron avanzando hacia el nacimiento del sol en un rodar infinito, en una machacona letanía de bielas y chirridos que a veces rezaba y a veces maldecía, y a menudo, casi siempre parecía hipnotizada por el polvo y el olvido.
Entonces Zaglebin perdió la cuenta de los días y las noches y extravió el último calendario de su memoria. Ya no supo si estaban en invierno o en verano; ya no pudo imaginar en qué región, o en qué remota provincia de tártaros cetrinos o jinetes mogoles le habían dejado a reposar hasta el siguiente viaje. Conoció habitaciones gélidas, y cuartuchos diminutos donde enseguida se viciaba el aire. Conoció habitaciones como hangares, con eco lejano; inventarió olores a cuadra, olores a mujeres de otras razas, olores a aceite de camión, de oliva y de linaza; aprendió los sabores de todas las tierras posibles, de las tierras blancas de cal, de la sílice, de la arcilla, y de los campos intactos que jamás habían conocido el arado.
Y entonces, un día, años o siglos después de Berlín, escuchó, olió y saboreó algo imposible: era el mar. Habían llegado al Pacífico.
Poco después lo subieron a un barco y, tras una corta travesía, le dijeron que estaba en Chirpoy, una isla remota apartada del grupo central de las Kuriles y habitada sólo por unos cuantos pescadores, descendientes de otros que, en tiempos remotos, seguramente dieron por muertos después de alguna tormenta.
Allí le devolvieron a Zaglebin su uniforme y le comunicaron que había sido ascendido a sargento. No lo consideraban inútil y tenían para él una misión de gran responsabilidad que esperaban que supiera cumplir con el espíritu de sacrificio y la dedicación de que hablaba su impecable hoja de servicios.
El oficial que se lo comunicó seguramente esperaba que Zaglebin preguntase qué era lo que podía hacer él, ciego y cojo, con sólo tres dedos útiles de una mano y dos de otra, pero tuvo que contentarse con prolongar su silencio antes de proseguir la explicación.
Lo habían trasladado a la marina. Aprendería Morse y se ocuparía de una de las recién instaladas estaciones de escucha. En aquel lugar remoto poco podía importar su aspecto exterior. Su condición de ciego, con lo que eso suponía de desarrollo del oído, sería una ventaja para la misión que debía desempeñar. Su trabajo consistiría en informar puntualmente de todo lo que escuchase en sus auriculares. Los imperialistas occidentales patrullaban aquella zona con sus barcos y submarinos y era imperativo detectarlos a tiempo. Para ello, se habían colocado centenares de micrófonos en el mar, y un buen operador de radio debía distinguir el sonido de los motores de un submarino de los de un simple carguero, un barco de pesca, o incluso un navío propio.
Zaglebin era el hombre adecuado. De vez en cuando debía emitir también grabaciones de motores para despistar a los micrófonos adversario, y estar muy atento para que los señuelos sonoros de los norteamericanos no lo indujeran a transmitir informes falsos.
Zaglebin se cuadró como mejor pudo y se llevó a la frente su mano mutilada.
Recibió las felicitaciones de su instructor de Morse por la rapidez y el empeño con que logró dominar este código. Aprendió en pocos meses a distinguir los motores chinos de los japoneses, los rusos, los norteamericanos y los británicos, y pronto supo descartar, por el siseo de fondo, los falsos motores procedentes de grabaciones emitidas por boyas militares occidentales.
Cuando ocupó su puesto, los tres hombres que compartían con él la estación de escucha lo saludaron amablemente, pero Mijail supo enseguida que sólo uno de ellos era también ciego, pues era el único al que no le temblaba la voz al dirigirse a él.
Y allí, sobre una roca infestada de antenas que sólo las gaviotas visitaban, dejó correr los años. Cuanto más aprendía de motores, más tiempo pasaba pegado a sus auriculares, negándose a ser relevado hasta que el sueño lo vencía.
Los otros, uno a uno, fueron pidiendo el traslado a otros lugares menos inhóspitos, pero Zaglebin permaneció en su puesto, ganando pericia, distinguiendo ya no sólo el tipo de navío y su nacionalidad, sino también la unidad concreta, su tonelaje, y su nombre. Cuando aparecía en el espectro un barco que no conocía llamaba a la central de mando, pedía que identificasen al buque y ya no olvidaba nunca su nombre ni del año en que había sido botado.
En 1957 su único compañero, el otro ciego, enfermó gravemente de los bronquios y fue evacuado al interior. Se recuperó, pero ya no volvió a Chirpoy, y Zaglebin se quedó solo.
Los hombres de la base de la marina que se ocupaban de cubrir sus escasas necesidades observaron que a veces hablaba solo y canturreaba a todas horas. Preocupados porque estuviese empezando a perder el juicio, elevaron un informe a sus superiores y la marina soviética envió un equipo médico para comprobar el estado de salud mental del ya conocido radioescucha que siempre, a cualquier hora, permanecía en su puesto. Lo examinaron durante dos días enteros, convencidos de que sus heridas y la clase de vida que había llevado durante tantos años tenía que haber minado necesariamente su cordura, pero no pudieron encontrar nada más allá de las rarezas y las manías de un hombre que no hace preguntas, acepta lo que le toca vivir y cumple con su deber sin reservas.
La historia de Zaglebin empezó a correr de boca en boca hasta llegar a oídos del almirante Kustinov, que quiso darle un descanso. En Crimea. En un balneario del sur. Donde hiciese falta y sin ahorrar esfuerzos. Zaglebin, sin abandonar la posición de firmes, rogó al almirante que no lo devolviese a su casa ni lo alejase de su puesto, pues sólo allí sabía orientarse y sólo allí sabía cómo ocupar el tiempo.
El almirante accedió, y transmitió la historia y el deseo del radioescucha a su sucesor, y este al siguiente. En 1970, Zaglebin tenía cuarenta y ocho años y llevaba veintitrés en Chirpoy, doce de ellos completamente solo.
Canturreaba a todas horas, pero había aprendido puntualmente a distinguir los nuevos motores, uno a uno, de todos los barcos que atravesaban el Pacífico Norte. Su habilidad para confundir a los micrófonos adversarios con grabaciones hábilmente mezcladas y moduladas era ya tan proverbial que los soviéticos llegaron a temer que Norteamérica acabase por enviar un comando para asesinarle.
En 1987, con la URSS en pleno proceso de reformas y a punto de abandonar el comunismo, llegó el momento de la jubilación de Zaglebin. Aquel día estuvieron en la isla dos almirantes, un ministro, y una banda de música. Le impusieron a Zaglebin la medalla al mérito militar y le ofrecieron el retiro que deseara. Por decoro, se impidió a los reporteros gráficos participar en el acto, pero ni uno solo de los medios escritos oficiales, ni de los pequeños periódicos libres que comenzaban a surgir, dejó de enviar su representante. Con el paso de los años se habían agravado las manías del radioescucha, sus soliloquios y sus extrañas canciones, y aunque todos los presentes trataban de pasar por alto el delicado asunto de su salud mental, se percibía en el ambiente el temor a algún incidente que empañara el acto.
Los temores se materializaron cuando Zaglebin, después de recibir la medalla, solicitó la palabra. El almirante al mando de la zona marítima, como superior directo, le dio permiso para hablar. Entonces, delante de todo el mundo, y como el que se decide con gran esfuerzo a jugar su última carta, Zaglebin rogó, casi suplicó, que le permitieran seguir con su trabajo. Sabía que no tenía derecho, pero solicitaba el privilegio de poder seguir en la base y esperaba que, en atención a su hoja de servicios, se le concediera este favor al margen del reglamento.
El ministro era el único que podía otorgarlo, y aunque no quería negarse, dijo que la salud de hombres como Zaglebin, ejemplo para la nación, eran una prioridad para el Gobierno. Y que quizás, por el bien de esa salud, fuese mejor retirarse a descansar después de tantos años de heroica entrega a la patria.
—¿Debo irme, entonces, señor ministro? —preguntó el radioescucha con la barbilla temblorosa.
—Puede hacer lo que quiera, por supuesto —respondió el ministro, conmovido—. Pero díganos, por favor, qué es lo que tanto le fascina de este lugar, si ya conoce todos los buques que viajan por este océano.
Zaglebin, agradecido, no dudó en explicar entonces que no tenía familia, ni amigos, y que la única conversación que de veras le interesaba era la que, desde hacía treinta años, mantenía con las ballenas. No estaba loco. No tenían nada que temer: eso eran solamente sus inocentes canturreos.
A la prensa se le pidió que no reflejase este último comentario.
Zaglebin murió en 1999