Despertó con los pinceles en la mano, descansado pero inquieto. Con una paz que duraba justo lo que tardaba en atarse el nudo que lucía siempre en la garganta. Esa tarde era la inauguración de la exposición, así que trató de no desperdiciar la mañana pensando en lo que había hecho durante la noche. La cocina estaba en perfecto orden, como siempre. Se sentó a desayunar con el estómago encogido y masticó con algo de asco la insípida tostada que había preparado a toda prisa. Se quedó absorto un momento, contemplando la belleza fortuita de los trazos de mantequilla sobre aquel lienzo de pan: el color, el grosor, las curvas y los contornos.
Trataba de reconducir su mente a la exposición y a los cuadros, eso era lo más importante ahora mismo. Le preocupaba que no gustara ninguno, hacer el ridículo o incluso haber plagiado otros lienzos de manera involuntaria. Todo tipo de escenarios catastróficos aullaban en su acelerada consciencia, como era hábito y costumbre en él. A pesar de ello, pensó que era liberador poder obsesionarse con algo que no fuese el “fenómeno” y dejar de darle vueltas por unas horas al por qué de lo que le ocurría cada noche.
Repasó mentalmente el trayecto hacia el Museo, debía llegar a las 8 para prepararlo todo. Ojalá no hubiese mucha gente allí, odiaba llamar la atención. Imaginó angustiado que alguien le señalaba o le reconocía como el autor de los cuadros. Y que le paraban y le preguntaban cosas: qué iba a responder él, él no tenía ni la más remota idea de pintura... También imaginó llegar y que nadie supiese quién era, o que los cuadros no estuviesen allí, o que hubiese otra exposición, o que el Museo estuviese cerrado o en llamas. Aun peor: imaginó los cuadros en un contenedor de basura por fuera del Museo, desechados por ser una mierda incoherente. Desenmascarado, se imaginó a sí mismo recogiéndolos de allí como un loco o un mendigo, pidiendo un taxi para poder cargarlos de vuelta a casa. Probablemente incluso tuviese que alquilar una furgoneta, ya no había taxis en el centro. Andar con el peso físico de su obra a cuestas, eso sí sería algo humillante... Para cuando terminó de fantasear ya estaba desayunado, duchado, vestido, peinado, perfumado y listo para salir.
Al doblar la esquina de su calle, con la cara helada y las manos en los bolsillos, sonrió para sí mismo pensando que era una persona especial, un tipo único. Alguien que se había adaptado a la inconcebible situación que vivía. Cerró un poco los ojos y disfrutó de ese efímero momento de euforia que se alternaba con su habitual estado de congoja. Su miedo, pensó, poco tenía que ver con que las pinturas no gustasen. Si eso ocurriese simplemente tiraría los cuadros. O los dejaría en el trastero, que más da. No, el miedo que él sentía era siempre el mismo, independientemente de la causa, desconectado del mundo real. Y sin embargo, ahí seguía él emperrado en vincularlo a los hechos de su vida cotidiana, como tratando de encontrarle sentido y ponerlo en orden. Exactamente lo mismo que venía haciendo con el fenómeno desde que se manifestó por primera vez.
Mientras pensaba y caminaba tuvo esa recurrente sensación de dar con la solución a todos sus enigmas, una especie de epifanía que vivía de manera rutinaria. Lo del fenómeno era muy raro, sí, pero las cosas extrañas, por definición, debían suceder. Como los hechos comunes, lo raro también ocurría de manera escrupulosa, metódica y precisa. Pensó que, en teoría, todo hecho se podía reducir a una fórmula: variables, condiciones iniciales, cantidades... O dicho de otra forma: cualquier fenómeno es brujería fortuita hasta que alguien se detiene, lo observa y lo mide. A fin de cuentas no existían ni el sentido ni el orden, solo el acto de ordenar y seres empeñados en dar sentido a lo ordenado: símbolos, dígitos, trazos, letras, colores, notas musicales y demás artefactos.
Sea como fuere, no lograba entender la naturaleza del fenómeno: su problema principal es que nunca había experimentado un episodio, al menos de manera consciente. Solo al despertar, cuando todo llegaba a su fin, se daba cuenta de que acababa de vivirlo otra vez. Lo cual dificultaba mucho su tarea de campo. Horas de grabaciones nocturnas tampoco habían ayudado a esclarecer el misterio, más bien lo contrario: ¿De dónde salía esa creatividad?, ¿Por qué no era capaz de pintar nada despierto?, ¿Existían esos oníricos paisajes en el mundo real?, ¿A quiénes correspondían las caras de esos retratos?. El fenómeno parecía pertenecer más bien al terreno de lo místico, lo espiritual o lo divino. Y él odiaba la explicación metafísica, precisamente por tener muy poco de explicación. Se calmó pensando que quizá todo esto fuese solo un tropiezo de su mente. Como tantos otros: como cuando tenía un dejà vu o una palabra en la punta de la lengua, o como esa nostalgia que a veces le daba por aquello que nunca le había sucedido.
Salió a flote un instante de su propia mente. En las calles más anchas, el viento en la cara era tan frío y tan seco que le hacía llorar involuntariamente. Así que decidió callejear para ponerse a salvo del aire y de las lágrimas. Amanecía y las terrazas de los bares se abrían como flores mecánicas: de los postes de hierro oxidado brotaban los paraguas desgastados por el sol y las sillas metálicas se arrastraban con estrépito a su lugar de trabajo. Los empleados de los cafés parecían autómatas sin vida, absortos en encajar cuidadosamente un rompecabezas urbano que se sabían de memoria. Se preguntó si había alguna diferencia entre lo que él hacía y esa especie de danza automática que se interpretaba en la ciudad cada mañana. Tal vez el fenómeno era como un trance, inspiración divina, o alguna de esas chorradas tan romantizadas por poetas y artistas. Sintió un vuelco en el estómago: él no era un artista, él solo era un impostor. Un aprovechado, un listo. Al fin y al cabo, su única y cobarde manera de afrontar el fenómeno había sido explotarlo en su propio beneficio. Aceptar ser su instrumento, concederle el capricho de que hiciese a su antojo. Encima tampoco es que le costase un esfuerzo, no había nada de heroico en pintar esos lienzos, y sin embargo los beneficios eran indudables. Además de poder presumir de la extraña belleza de los cuadros, que parecían pinturas de otro mundo, tenía la impresión de que el fenómeno era como una droga que le apartaba del tiempo y del espacio. Y también del miedo. Mientras dibujaba, en algún lugar y en algún momento, o en todos los lugares y todos los momentos, se despegaba de su mente y viceversa. Y así permanecía, por un instante indefinido, que podían ser segundos o semanas. Y al despertar, observando por primera vez los cuadros que acababa de pintar, tenía siempre la sublime sensación de estar viviendo más vidas de la que le correspondía. La misma sensación que sintió al ver la cúpula del Museo alongarse curiosa entre las fachadas del centro, como tratando de examinar más de cerca la llegada a sus puertas del nuevo genio de la pintura mundial.