El discurso ético (Relato con música VIII)

El dinero corrompe. Sobre todo al que no lo tiene.

Hay gente que piensa en su pasado y cree que se sentía mejor cuando era más pobre, gente que va a los supermercados en busca de productos tristes, con envoltorios feos, de mala calidad o poco conocidos, tratando de hacer justicia mercantil a los débiles de la estantería.

A mí, eso, la verdad, me parecen restos de una póliza de seguros.

Antes de que me tocara la primitiva yo también creía en la honradez de la miseria, pero ya me explicó mi sicólogo que eso es sólo una afirmación del propio estado, y como ese estado ha ido a mejor, no voy a ser tan tonto como para mantener la afirmación de algo que no existe.

Los hay que lo hacen, por si vuelven a ser pobres. Son los que dan limosna a la puerta de las iglesias porque se imaginan en el lugar del mendigo, porque creen que en el fondo también hay en ellos una pizca de ganas de mandarlo todo a hacer puñetas (mangas de toga) y vivir de dar pena a los demás.

Yo creo que a mí me tocó la primitiva por eso, porque nunca me vi pobre. ¿Superstición?, puede ser. ¿Fruslería satisfecha? Pues a lo mejor, pero a mí me tocó la primitiva porque me comportaba como un rico, vivía como un rico, pensaba como un rico. Y al final, la naturaleza, que es poco aficionada a cosas que no encajen, me hizo rico para que dejara de ser una incongruencia.

La naturaleza es así, amigos. Tiende a convertir las caretas en rostros y las aspiraciones en realidades. Si eres pobre y además lo llevas a gala, serás pobre toda tu vida. Si en cambio defiendes los intereses de los ricos, y te sientes uno de ellos aunque no tengas ni perro que te muerda, entonces a la larga acabarás podrido de millones.

Este no es el efecto mariposa, ni el efecto cucaracha, ni el efecto Tuntankhamon siquiera. Es sólo cuestión de encaje. De que todo encaje.

—Sí, vale, pero tenías que haber sellado el boleto —respondió su compañero de celda.