Llovía sobre el epitafio, que amaneció cubierto de agua.
Era un epitafio en bajorrelieve, simbólico en la paradoja de formar su mensaje con la ausencia de la piedra. Todos los cementerios son bajorrelieves: construcciones levantadas con ausencias.
Las flores se apiñaban en torno a la tumba, esperando resignadas al funcionario municipal que las retirase, y entre tanto goteaban con paciencia eterna sobre la sepultura próxima. Algunas, las más frescas, aún no se habían aburrido del trajín de ayudantes, auxiliares y asistentes que arrastraba el juez tras sus pasos, como el séquito de un rey exiliado.
Era la tumba más famosa del cementerio, y la más visitada. Cientos de jóvenes se daban cita cada día ante aquellas pocas letras sin que uno solo se molestase en leerlas, y menos aún en recordarlas. Yo tampoco. Era la tumba de Jim Morrison, en el cementerio de Pere Lachaise, en París, y con eso bastaba.
Jim Morrison era un símbolo, un icono de toda una época, con su propia estética y sus propios mensajes, reinterpretados a cada vuelta de tuerca de las décadas y las corrientes sociales o artísticas.
Desde hacía diez días, la tumba estaba rodeada por una lona que fracasaba constantemente en su tarea de alejar las miradas de los curiosos. La familia del músico había querido trasladar sus restos a América, y al iniciarse los trabajos de exhumación se encontró algo distinto a lo esperado.
No es que hubieran robado su cuerpo, como sucedió con el busto que decoraba su tumba. En esta ocasión era peor que eso: el cadáver estaba allí, pero correspondía a una mujer.
Averiguar cómo había llegado aquella muerta intrusa a la tumba de Jim Morrison había sido la principal preocupación del juez Proudhome, que dirigía ahora los trabajos.
No llegó a descubrirlo, ni creyó que el dinero de los contribuyentes debiera ser empleado en seguir investigando. Se lo había dejado claro a su ayudante, con una frase tan escueta como expresiva: por lo que él sabía, el misterio consistía en que alguien había dado el cambiazo de un yonki por una puta. Sólo eso.
El cadáver que ocupaba la tumba del músico pertenecía a Marie Rose Petit, nacida en Poitiers el ocho de marzo de 1946 y fallecida, como el cantante, el 3 de julio de 1971.
Primero había ejercido la prostitución en un club de moda y finalmente en la calle, donde llegó a una edad más temprana de lo habitual debido a que un accidente de automóvil le desfiguró la cara.
Quedó embarazada e intentó abortar en una clínica ilegal; por alguna razón las cosas se torcieron y los responsables de aquella clínica, o lo que fuera, la abandonaron en la calle. Un transeúnte borracho trató de despertarla a patadas y, al ver que no reaccionaba, avisó a la policía. La encontraron desangrada y no se investigó más.
Habían tenido que pasar treinta y pico años largos para que pudiese saberse lo ocurrido, y sólo porque alguien intercambió su cuerpo con el de un músico desesperado por acabar consigo mismo. Casi cuarenta años: el tiempo suficiente para que prescriba cualquier delito.
—¿Qué hacemos? —preguntó el responsable del cementerio al juez.
—Reunir los restos según lo previsto y enviarlos a América. Que se preocupen allí si quieren —respondió el juez.
—Es una pena —dijo otro—. Era la mejor atracción del cementerio.
—No creo que les importe mucho a los que vienen aquí. Nunca vinieron a ver los huesos, sino un lugar, ¿verdad? No creerán nada de lo que les cuenten y seguirán viniendo igual que hasta ahora —aseguró el juez con una mueca de desprecio.
—No creo —dudó el responsable del cementerio.
—Créalo. La verdad no le importa a nadie: ahí tiene a esa mujer, rodeada treinta años de flores y admiradores. La dejaron morir en la calle, ¿y a quién le importó en su momento? A nadie. ¿Y ahora? Tampoco.
—Ya —acató poco convencido el responsable del cementerio.
El juez sacó sus guantes del bolsillo y comenzó a ponérselos lentamente.
—Además, no hace falta que digan nada.
—¿Y los americanos? ¿qué van a decir los americanos cuando les llegue el cadáver de una mujer?
—Callarán, por supuesto. ¿Qué cree que les importan unos pocos huesos? Lo que quieren es su propia sucursal del circo. Y callarán.
—Pero la verdad...
—Deje en paz a la verdad y no prive a esa pobre chica de sus flores —concluyó el juez antes de dirigirse a la salida.