Cuatro plumas y un relato (4): El club de los suicidas involuntarios [+18]

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Continúa en estado crítico el mensajero precipitado desde la azotea de esta redacción. Los médicos han conseguido estabilizar sus constantes, pero sigue pendiente de varias operaciones por múltiples fracturas. Seguiremos informando de su estado.

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Dos figuras silenciosas flanquean la cama de Julián Cortina, evaluando daños, sumando pronósticos, dividiendo atrocidades, tratando de esquivar una filamentosa y residual conciencia de estar reparando un ser humano, vivo, en lugar de una máquina, una turbia sensación que no se termina de apagar del todo con los años.

Gámez repasa el informe concentrado en no olvidar nada importante, mientras Nuria corrige el ritmo de los goteros, rompiendo el metódico silencio con una cadencia episódica de plásticos que crujen.

Por más que los números cuadren, Gámez se rinde ante la ironía de tanta combinatoria funesta, mientras observa con una prófuga decepción lo mal que contiene el pijama las nalgas de su compañera.

- Parece estable, pero tiene muchos frentes abiertos. ¿ Hoy tampoco hay familiar para informar ?

- No ha venido nadie, aparte de la policía. Como no llamemos a su ex...

- Legalmente no podemos, ya te lo he dicho. No os estudiáis estas cosas, y luego queréis prescribir.

Nuria fingió una mueca irónica condescendiente, a la vez que imaginaba a su compañero muy seriamente empalado con una escoba.

- Le dejamos el antibiótico, y la sedación hasta que pase el anestesista. Voy a ver al de la trece.

Luna observó al doctor marchándose ensimismado, y esperó a que saliera también la enfermera, fingiendo ajustar el freno de una silla de ruedas. Vestirse de celador era a la vez sencillo y una cierta excentricidad profesional, sabiendo como sabía que a esas horas podía pasearse vestido de Mary Poppins sin que nadie le preguntase nada. Pero joder, algunas cosas hay que hacerlas bien. Un novato no sabría que los celadores se comparten entre plantas y es más difícil que a alguien le extrañe ver personal desconocido en la suya, como sucedería si hubiera elegido pasar por médico o enfermero. Qué coño, un profano se hubiera disfrazado de "señor de la limpieza", que canta más que Ozores vestido de flamenca.

Mascullaba estos sinsabores de profesión mientras rebuscaba en las taquillas y en la mesilla, con una entrenadísima tranquilidad, que le hacía permanecer fácilmente en la normalidad ante cualquier imprevisto. Casi sentía que era otro profesional más haciendo su trabajo, igual de justificadamente que el resto del hospital, como si su rol estuviera previsto en la orquesta de la sociedad, y eso le daba mucha credibilidad a su personaje.

Nada.

Ni en la basura del baño, ni entre las jambas metálicas de la ventana, ni detrás del espejo.

Su semblante parecía ensayar caras estoicas y solemnes ante la previsible reacción de Alfaro, pero breves espasmos del cigomático le traicionaban, arrugándole la boca y la nariz, mientras recordaba la cara de gilipollas que se le quedó cuando miraba cómo los municipales se llevaban la moto, por estar mal aparcada.

Puta vida, y puto mensajero saltimbanqui.

Le puso las manos en el cuello mientras se mordía inconscientemente el labio inferior, pero vaciló un momento, y respiró hondo mirando hacia la puerta, y otra vez al mensajero. Apartó las manos, de costumbre firmes y habituadas a ejecutar sin paliativos.

Seguramente no merecía la pena. El infeliz tenía la mandíbula rota en tres partes, y si lograba salir de esta él ya estaría muy lejos.

En algún país desdibujado.

O muerto.