El colega que se hizo cura (una historia real)

Los cuadros idílicos están muy bien para colgar en una casa confortable, con ventanas de cristal doble, para colgarlos encima de un radiador mientras se mira bien calentito como cae la nevada fuera.

Pero a veces hay que ser honrado con uno mismo y pensar que en esa casa vive alguien, y ese alguien las pasa canutas. Los campos nevados y solitarios son sólo para las postales.

El habitante de esa casa es un ganadero que tiene que segar medio año para tener hierba con que alimentar a sus vacas cuando el paisaje se pone a punto para pintores. La vista es la que se observa desde la casa de un cura amigo mío, un cura al que, si le haces la broma de que vive como un cura, te da de comulgar por lo civil: sin contemplaciones. Y si quieres, vas y le cuentas lo de la otra mejilla, que verás lo que tarda en responderte que tampoco él espera resucitar al tercer día.

No es de extrañar que se lo tome así: ser cura en las montañas de León, con catorce parroquias que atender, y dos años sin celebrar una boda ni un bautizo, no es para endulzar el humor de nadie.

Lo peor son los entierros. Esta semana no ha habido ninguno, y con la nevada se agradece. Se ve que la gente no se quiere morir con nieve para no causar molestias. La gente de esta tierra es así de considerada.

Pero a veces, hasta los más respetuosos, tienen que morirse, y a Vicente, que es como se llama mi amigo el cura, lo avisan para que vaya a enterrar al día siguiente: con nieve, ventisca, caminos que sólo tuvieron tiempos mejores cuando los romanos sacan oro en estos montes, y lobos que ignoran que también los curas son especie protegida.

Hace tres años, cuando destinaron a Vicente a estos andurriales, a un buen señor se le ocurrió la idea de morirse un doce de enero. Había esperado noventa y un años y no pudo esperar a la primavera. Hay gente para todo.

El médico avisó al cura, y Vicente se presentó la tarde siguiente con su flamante sotana, misal, hisopo y estola de gala. Era su primer entierro.

Pero cuando llegó al pueblo se encontró con que enterrar al difunto Alipio no era decir los rezos: se trataba de enterrarlo textualmente, porque nadie en todo el pueblo tenía edad ni fuerzas para cavar una sepultura.

Medio pueblo estaba reunido en el cementerio. Veinte personas. Mil quinientos y pico años en total. Así que Vicente les echó un vistazo, se quitó la sotana, pidió un mono e trabajo, y allí estuvo tres horas dándole a la pala, auxiliado por los aplausos de los más ancianos y la mano que pudieron echarle, quitando tierra, algunos menos achacosos.

Tres horas tirando de pala. Luego vuelta a la sotana, misal, agua bendita, estola y requiem. Y cada vez que decía "descanse en paz", le tenía envidia al muerto.

A él en el seminario le habían icho que el ritual de los funerales era otra cosa. Lo de la pala debía de ser cosa de herejes. O de putos ateos.

—Y yo con mi misal hice el gilipollas, madre —me contaba luego Vicente con una sonrisa, parodiando a Xavier Krahe.

Por eso, el que le dice que vive como un cura se arriesga a que le pase algo.

Por eso, los cuadros como este, son mejor cuando están bien enmarcados, sobre una pared. Siempre sobre una pared. 

Si los ves por la ventana, mala cosa. 

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A, JAT, con un abrazo.