Juan Antonio se despertó de golpe. Abrió los ojos y se quedó unos segundos hipnotizado por el movimiento de las aspas del ventilador de techo.
Lentamente intentó reincorporarse pero le resultaba muy laborioso. Sus movimientos eran torpes y bruscos. Comenzó a retorcerse y al hacerlo le dio una patada a un cojín que tenia a sus pies, que cayó junto con la Biblia.
Aquel sonido seco alertó a Paula, que se dio prisa y apareció de inmediato en la habitación.
- ¡Buenos días cariño! Aquí tienes tu desayuno corazón, le dijo, arrastrando la z y convirtiéndola en una s alargada y sonora.
Él la miró fijamente a los ojos con cara de estupor. Intentó decirle algo pero no le salieron las palabras.
De golpe le vinieron a la memoria ráfagas, recuerdos de la noche anterior.
Se acordó de que tocaron el y su colega al timbre de aquella casa en los bajos de un edificio a medio derruir. Ella les invitó a entrar, sin duda le pareció una chica graciosa y amable. Estuvieron un rato hablando de la llegada del Señor. Él le preguntó a ella si estaba preparada para la inminente venida y ella les contestó que si, que lo estaba, que estaba ampliamente preparada.
Les ofreció un té con galletas a ambos, lo bebieron lentamente mientras discutían acerca de cual de los cuatro jinetes del Apocalipsis les parecía más interesante. Cuando él iba a dar su opinión acerca del corcel bermejo del jinete de la victoria, se le cayó la taza de las manos. De repente todo se volvió nebuloso y desde ese momento no recuerda nada.
- ¿Y mi colega? ¿Dónde esta mi colega? Se preguntó a si mismo con desesperación. Su respiración comenzó a agitarse, quería preguntarle tantas cosas pero le resultaba imposible articular palabra alguna. No paraba de mirar fijamente a los ojos de la chica, intentando hacer una conexión visual.
Pero la verborrea de ésta le impedía concentrarse en ningún pensamiento. La chica no paraba de hablar. De cuales serían los planes para ese día, para la semana y para el mes. De que vestido elegiría para la boda, de cuantos serían los invitados, quien organizaría el banquete. Parecía muy ensimismada en sus elucubraciones.
Quería gritar pero no podía, juntó aire en sus pulmones y en cuanto le permitieron hacerlo soltó un grito de alarido, de desesperación, interrumpido abruptamente por una almohada que se dirigió hacia su boca.
Lo siguiente fue el silencio. Y se quedó dormido otra vez mientras Paula no dejaba de mirarlo con cara de embobada.