El ruido del motor me excita. La autovía se emborrona a mi merced, los pedales cambian el espacio-tiempo según dicten mis pies. Tengo en mi poder una máquina sinónimo de potencia, y el rugir de su voz me excita. Si no fuese peligroso, ahora mismo me desabrochaba la bragueta y me sacudía la lujuria hasta el final, imaginando de ese modo el acto reflejo de cerrar los ojos donde la imagen se llena de luz hasta la colisión, donde el todo se oscurece abruptamente.
Nos regimos por normas, y en verdad nada me impide masturbarme con una mano mientras la otra domina el volante. Es contraproducente y/u ofensivo para terceros, y por ello está entre prohibido y penado. Sé un ser correcto, este mundo es un caos de por sí y no es cuestión de desordenarlo más. Tener mi habitación como la tengo, eso sí que debería estar penado.
Por esas mismas normas es que voy a tanta velocidad por la autovía. Cuando llevo pasajeros, soy quien debo ser, respeto la realidad social y protejo al resto de celeridades que pueden hacernos papilla. En presencia de otras conciencias soy la representación del ejemplo, deseo lo mejor para el resto, y mis actos delatan que es cierto. Cuando nadie mira, soy el lobo solitario que devoró a todo el rebaño, el que ya no necesita mirar de reojo porque sabe que el mundo fue devastado.
En libertad no puedo hacer daño a nadie. En compañía, siempre hago daño aunque no sea mi intención, sólo por mi forma de ser y mis pensamientos distintos, que rompen la norma personal a la que esté cada uno acostumbrado. Esto provoca choques frontales, resultando terribles aquellos invisibles y silenciosos.
Piso el acelerador. No tengo ahora mismo a nadie a quien proteger, me he ganado exponerme a esta realidad deformada frente a mi vista. No hay nadie por la autovía, y eso excita más a mi alma. El conjunto de mi cuerpo, mi mente y mi interior son uno y me piden que me toque, que sólo necesito una mano para conducir. De nuevo la imagen de mi yo dándose placer hasta el choque final, donde la realidad se apaga. Resoplo. Es lo más. Cómo ruge el motor. Compré este coche sólo por el sonido de su motor. Son rugidos de poder, un león único que derrotó a su manada por puro capricho. Ahora vaga a alta velocidad por un desierto fabricado para una sociedad de prisas que todo lo logra, hasta el acortar las distancias más imposibles, que todo alcanza para goce de su estrés. Que no se preocupen que no me verán con canas, yo no tengo prisa entre locos…
Salvo cuando piso el acelerador.
Estoy acalorado, y con maestría de costumbre enciendo el aire, pulsando con energía para que se active al máximo. El aire me embadurna y noto un olor fresco aunque con cierto toque desagradable. Mis ojos me advierten del trozo material que hay donde la rejilla de ventilación, y por instinto pulso para bajar la fuerza del aire. Debe de ser un tipo de tejido o suciedad exterior que se ha ido filtrando al interior del vehículo, aunque en mi mente alas de insecto ya se han formado. En mi imaginación lo que asoma por la rejilla son restos de algún tipo de cucaracha que no termina de descomponerse, el ala de un saltamontes o grillo que aún está vivo aunque espasmódico, que sirve de heraldo para la colonia que habita cerca del depósito del agua. Cualquier detalle puede servir de inicio para una historia ficticia donde nada es imposible, sobre todo las terribles consecuencias.
Sonrío ante la ocurrencia, y de soslayo analizo ese trozo de lo que deduzco como fibra desgastada y de color apagado por la suciedad. La imaginación es el otro lugar donde realmente somos libres. Dentro de nuestras cabezas suceden ilegalidades a diario, desahogamos la paciencia gracias a personificar a las normas para realizar entonces desde discusiones victoriosas a vejaciones. Nada de esto sucederá, siendo nosotros mismos al imaginar el éxito, el sexo y lugares que de idílicos resultan irreales aunque los disfracemos a la perfección. Imaginación y libertad son sinónimos, al igual que, me temo, la soledad. Y ninguna norma debería existir ahí dentro, y si acaso lo permitimos es porque hemos sido invadidos o se ha filtrado la realidad prefabricada, tan acostumbrados a lidiar con ella a cada segundo.
Eso me hace querer acelerar más, pero me intuyo en el límite de mi razón, tan obligado a no mirar la velocidad en la que conduzco en estos momentos con tal de no condicionarme. Los razonamientos sobre la imaginación me hacen pensar en lo que llegamos a ser en la cabeza y que poco o nada tiene que ver con la verdad de nuestra conducta. Se puede pensar en ser un asesino, que jamás se aplicará al yo exterior. De hecho en esa imaginería se percibe cierto ambiente surreal, o algunos detalles mal colocados que ayudan a mantener los pies en el suelo. Como otro ejemplo el de esos casos de hombres heterosexuales que tienen pensamientos homosexuales. Según algunas personas, que camuflan esos pensamientos bajo estudios y estadísticas, es normal que los humanos imaginen escenas sexuales con su mismo género. Pero es querer decir en voz alta el nombre de un hombre y el deseo de lo que se necesita realizarle que me lleno de una vergüenza propia, enrojecido además por la rabia.
Me da igual y piso más el acelerador. La apariencia de la realidad sigue cambiante. Aprieto los dientes antes de resoplar como intento de liberar el peso que noto dentro del pecho. Imágenes del reciente encuentro de negocios se aglomeran. Vengo de una oficina seria tan impoluta que no podía tomármela en serio. El acuerdo ha ido bien, hemos firmado convencidos y, como dice la gente formal y responsable, a la larga será un trato que beneficiará a ambas partes. Eso me hace rabiar, que la situación haya sido tan correcta y perfecta. Me da ganas de llorar lo bien trajeados de los presentes —yo incluido—, la suprema educación del hombre que funcionaba como representante y lo excelente del café que me ha ofrecido. Las miradas donde deben y el respeto en cada gesto. Beneficios, gráficas, futuro ascendiendo… me enferma, y al salir de allí y subir a mi coche he comenzado a imaginar cómo sodomizaba a ese hombre. He estado en pubs donde hombres se me han insinuado, y los he rechazado sin ocultar mi repulsión, pero en mi cerebro sacudo con violencia mi entrepierna contra la educación de ese tipo y su sonrisa confiable, contra todo su patrimonio y los años de trabajo hasta levantar esa empresa que da de comer a varias familias.
El acelerador está hasta el fondo. Rara vez noto mi pie a esa altura, tocando esa pared inferior. Mi respiración está alterada. ¿Y si terminara de una vez con todo? Sería la protección definitiva para con el resto. Ya no tendría que actuar, ya no tendría que hacer daño a nadie por el mero hecho de ser. Dejar de fingir, de sonreír cuando toca y de reír por cualquier supuesto definido e impuesto por sociedad. No odio a nadie, no deseo mal a nadie, y por eso debería soltar las manos del volante y dejar que la inercia realice el resto. Con ambas manos libres, podría masajear cierta parte hasta cerrar los ojos…
Por el carril izquierdo un coche va adelantando. El hombre de dentro analiza al vehículo que sobrepasa para entonces exclamar: “¿Qué pollas le pasa a ese que va tan lento? Anda que, vaya mierda de bote que conduce.”.