Él es un hombre poco acorde con eso de buscar un sentido de la vida. Se limita a desplazarse con su moto de una población a otra, y no suele detenerse en localidades de interés. Es solitario; se limita a, sencillamente. No desea nada más que moverse, sin intención de buscar. Él es la absoluta representación de la libertad, y nadie jamás se lo ha reprochado. No hay piedras en su camino, y de haberlas, no las percibe. Él es su motocicleta, su característica vestimenta y la actitud. Barba dejada y la mirada lejos de este mundo.
Piel de acero que se descubre quebradiza.
Estoico, distante, reservado, ajeno, alienado, gruñón sin palabras, arisco, extraño entre los suyos… su definición le protege, y tan cómodo se siente que ni el mundo entero sobre su espalda le afecta.
Piel humana que revela su naturaleza.
Un buen día sucedió, no lo sabe explicar. Un antes y después, confirmó la leyenda sobre esos momentos que suceden, descuadrados de la testaruda lógica de la realidad. No quiere pensar, sólo huir. Así hizo en aquel momento, se subió a la moto para acelerar sin precaución. Se tornó y torna uno con la velocidad, y ésta con la carretera.
El horizonte de repente es ilimitado. Antes sabía que podía pasarlo y el paisaje cambiaría. Ahora tenía la corazonada que no sería así, que por siempre sería el mismo panorama, y eso le oprimía pero a su vez le inspiraba confianza. La contradicción lo enfurece.
Recordará por siempre ese momento. Ese pequeño punto en el espacio, tan abrumador. Se sintió ínfimo, por primera vez era nada. Dueño de todo, ya nada le pertenece. El libre estaba siendo sujetado por amarres invisibles. Tenía que alejarse antes que apretasen tales nudos la mano de una fatua divina oculta tras la bóveda celeste.
En los bares de carretera lo notaron diferente. De normal no solía hablar, quizá invitar a un habitual por puro instante inspirado. Su actitud poseía una diferencia. Puede que fuese la pose, la forma de respirar o de mantenerse al margen… en él habitaba ahora un aura, unas líneas de karma diferentes. Seguía bebiendo igual; miraba igual; jugaba al billar del mismo modo; golpeaba igual. Pero ya no era el mismo. Antes de que nadie preguntase, pues así teme él constantemente, se va y prosigue su camino sin destino.
Aquel día, un antes y un después cobijado dentro de un segundo. La intensidad de la luz del día cambió, el olor del mundo y también el sabor permanente en su boca. No lo pidió, nadie le avisó, salvo esas historias tan repetidas donde antes no se identificaba. Tan comunes, tan banales, y resulta que su moraleja sí tienen algo de especial.
Y, de repente, se siente nadie, un ser minúsculo dentro de un universo diminuto. Las canciones cobran sentido, y lo que no le llamaba la atención adquiere fuerza. Quiere llorar, él, que ha dejado de hacerlo por madurez. Ya no es época de lágrimas, ni hay niños siendo regañados.
Acelera. Desea estrellarse, pero el instinto toma el control de la conciencia y se lo impide. Reza a su dios ausente que deje de torturarlo. Pero nadie le está haciendo mal, es él mismo el hostigador. Acelera. Cuánto desea chocar y que en una décima todo se vuelva negro. Añora sin haberlo sentido el sabor de sangre en su boca.
Desde ese día tiene una sed permanente.
Se detiene en el puente. Se apea y sólo piensa en respirar. El mundo es respiración, evadida toda percepción. Pero el punto en el universo sigue ahí. Le llama la atención a cada momento, no se marcha ni piensa hacerlo. Haga lo que haga, vaya a donde vaya, ahí está esa presencia burlona imitando su forma sin ninguna intención, perseguidora sin poder impedirlo. Lo odia, pero al tiempo desea que se acerque más. Grita hacia el paisaje; le grita al cielo y a la nada infinita; al azul y al sol; a las nubes y, sobre todo, a sí mismo.
Jamás ha sido libre. Era cuestión de tiempo que encontrase la cadena. Y, de repente, deseó permanecer así. Atado. Gritando. Suplicando sin mostrarlo. A los pies del paisaje que lo cambió para siempre. Paisaje estoico, como él. Nada mejor lo podría comprender. Y de repente, la soledad, toma sentido.